viernes, 30 de marzo de 2012

Anclados en el trastorno de nuestras evidencias

En ocasiones hablamos de lo racistas que son algunos vecinos, compañeros de clase, conciudadanos... De todas las veces en las que algunos se cruzan con gente conocida sin que ésta responda al habitual saludo que tanto parece costar. Pues al saludarles siguen configurando la misma cara de asco e impotencia y refunfuñan maldiciones cuyos orígenes desconocían tanto "los odiadores" como "los odiados".

Las personas que denuncian habitualmente este tipo de trato desconocen el universo mental que puede inspirar la palabra "islam" o "musulmán". Según la tradición heredada, se trata de un ser que se suele excluir. Aunque en ocasiones sea envidiado, la actitud más recurrente respecto de su persona es la del combate. El musulmán o moro (ya sea morisco, turco o marroquí) alimenta desde hace siglos leyendas y fantasías. Es el blanco de las batallas—la mayoría de las veces imaginarias—del imaginario colectivo. Estas ideas obedecen, claro está, a un conjunto de circunstancia históricas que ni el moro ni su "odiador oficial" conocen. Y es un hecho que Manuel García Morente expone con acertada nitidez:

"Desde la invasión árabe el horizonte de la vida española está dominado, en efecto, por la contraposición entre el cristiano y el moro [...] lo ajeno es a la vez musulmán y extranjero. Lo propio es, pues, a la vez, cristiano y español. [...] Todavía hoy, en nuestros campos andaluces se llama moro al niño no bautizado [...] Pero amigo o enemigo, maestro o discípulo, el moro es siempre el otro—aunque convive o colabora en una misma comarca o ciudad—y es el otro en los dos sentidos inseparables de la otra religión y de la otra nacionalidad".

Por otro lado nos encontramos con un planteamiento semejante por parte de los musulmanes. Según éste todos los que no conforman ese "nosotros" o muslim se reducen convirtiéndose en meros "nesrâni" o “nsâra” (aborrecidos hermanos de la otra banda) creando otro Otro que veta a la verdadera persona que se halla tanto detrás del primero como del segundo.

Por ello, y por más informaciones con las que se siga minando la conciencia colectiva, nos damos por satisfechos con estas visiones sesgadas de una realidad cambiante en la que podremos contribuir de forma asertiva si sabemos superar las fronteras para vivir en las lindes de estas dictaduras mentales. Esto conlleva ser apátridas cuya esencia, aunque suene a oxímoron, sea la contribución como esencia de nuestra ciudadanía. Y que lo avale el sentido de una dignidad compartida y nuestros valores compartidos. Reconciliándonos con nuestra propia historia y  Ser para poder ser sujetos en la acción y no meros objetos de percepción.

Tener confianza en una, (o) misma, (o) es la forma más segura de aprender a confiar en los demás para acabar con el reconocimiento de su lugar como sujetos y hermanos de una misma humanidad. Deberemos darnos la opción de descubrir ideas más allá de las que reducen la “pertenencia” a ser miembros de una comunidad de fe o a la supuesta supremacía de cualquier ideología o ceguera colectiva. Quedándonos anclados en el trastorno de nuestras evidencias.