El universo cultural occidental resultaba perturbador para las primeras generaciones de inmigrantes. Parecía que ninguna costumbre, gusto, o afición correspondían a aquellas que habían seguido en sus culturas originarias y, lo que es peor, parecía que apenas había respeto por las reglas tradicionales de la moral islámica. No se reconocía, por ejemplo, la prohibición del alcohol y de la usura, y todo parecía estar permitido en nombre de la libertad. La primera, y muy natural reacción fue la de aislarse, ya sea como individuos, como familias, o como comunidades donde podían reconocerse en los demás en un lugar determinado. Se convirtió en cuestión de vivir de forma casi paralela protegiéndose a sí mismo y a los hijos de un contexto considerado religiosa y culturalmente peligroso. La ecuación que se importaba normalmente, se concebía en términos muy simples: cuanto menos cultura occidental, más Islam.
Con la llegada de generaciones más jóvenes, la situación tuvo inevitablemente que cambiar pero la mentalidad de las personas siguió siendo la misma: uno tiene primero y antes de nada que protegerse. Además de la imposición del aislamiento, la “prohibición” se hizo necesaria ya que los jóvenes estaban cada vez más en contacto con la sociedad circundante. Se consideraba peligroso, incluso malsano, todo lo que pareciera más o menos característico de occidente, tanto en lo que tiene que ver con sus formas como con su estilo. Por lo que la gente intentó prohibirlo o evitarlo como les fuera posible. Las familias y organizaciones musulmanas intentaron encontrar soluciones como mejor pudieron, pero se trataba de una situación difícil, debido a las diversas contradicciones que había: por ejemplo, salir estaba prohibido, pero se tenía acceso libre a la televisión (la gente creía estar mejor protegida si se encontraba en casa): se permitía a los chicos practicar muchos tipos de actividades que se les prohibían a las chicas, mientras que las organizaciones seguían proyectando actividades ¡sólo para chicos!
Para los musulmanes, mantener una vida espiritual, llevar a cabo las obligaciones rituales (oración, azacate, y ayuno) y seguir un camino ético en la vida, era una situación bastante mala y lo siguió siendo. Hecho que los musulmanes comprometidos con su religión siguen sufriendo. Se ha aconsejado a la gente que, para seguir siendo ellos mismos, deberían distanciarse de la sociedad y no estar solo vigilantes, sino ser radicales con las prohibiciones: algunos – una pequeña minoría – practican esto, mientras que otros, tras repetidos intentos frustrados, o bien siguen estando profundamente divididos o han renunciado tras fracasar en el intento de desconectar totalmente de la sociedad. ¿Qué podemos hacer? Tomando en consideración las comunidades islámicas occidentales, nos damos cuenta de que se encuentran todas en los márgenes de la sociedad. Hay numerosas evidencias de esta cuasi reclusión en la forma en que se organizan, en la forma en que se comportan, e incluso en la forma en que intentan emerger de su aislamiento. La gente vive dentro de su propio círculo, y su enfoque a la hora de invitar a sus conciudadanos a encuentros o conferencias es inapropiado resultando a veces completamente torpe. No saben cómo emprenderlo. Hay que decir que se sienten mejor en su aislamiento: al fin y al cabo, es la manera más fácil y segura de sobrevivir. La confrontación con el otro es peligrosa y está casi siempre constreñida. Disfrutamos pláticas que nos afirman en estos sentimientos: en las mezquitas y en las conferencias y en los seminarios, los ponentes se refieren vigorosamente a las prohibiciones, insisten en “nuestra imprescindible diferencia,” en “nuestra peculiaridad por la excelencia de nuestra religión,” en “nuestra necesaria distancia” y encuentran a una audiencia que es emocionalmente receptiva y respaldadora. La primera reacción de conciencia moral cuando se enfrenta una dificultad es aislarse y prohibirlo todo sin medias tintas: todo esto es, en principio, la reacción emocional de un corazón que anhela la paz. Y como tal, merece todo nuestro respeto.
Sin embargo, la vida diaria no es tan clarividente como nuestros discursos, y aunque los principios del Islam sean en su esencia sencillos, nuestra presencia en occidente nos recuerda que la vida es muy compleja. La emoción, que deriva de forma natural en el distanciamiento o el rechazo, no es suficiente para resolver nuestros inquietantes dilemas: pues estos, acaban haciéndose, más tarde o más temprano, más inquietantes si cabe y nos obligan a confrontarlos, y a encontrar las soluciones apropiadas. Esto es lo que nos dicen todos los jóvenes musulmanes que han nacido en occidente: podemos darnos por satisfechos con discursos claros que no hacen ningún tipo de concesión, pero alrededor de las mezquitas y después de las conferencias, los jóvenes musulmanes tienen amigos en su lugar de estudio, escuchan música, van al cine… Entonces, ¿quién es el que se está equivocando? ¿Los padres que se engañan a sí mismos o los jóvenes que simplemente intentan vivir en su realidad? Estos temas se deben encarar y se les debe dar ese carácter urgente que tienen. Tenemos que dejar de ser incoherentes y evasivos. Si el mensaje del Islam es en verdad universal, si, como aclamamos, uno tiene que ser capaz de encontrar soluciones apropiadas para cada tiempo y sociedad, entonces, tanto en esta área como en otras, los musulmanes deben aceptar sus responsabilidades y proponer alternativas.
Todavía tenemos un largo camino por recorrer, y hasta ahora la mayoría de las estructuras sociales musulmanas se desarrollan en redes completamente paralelas. En Europa y en los Estados Unidos las librerías le ponen la etiqueta de “islámico” solamente a libros escritos por musulmanes (seleccionados, normalmente, según las preferencias del propietario), los publican los musulmanes, para el lectorado musulmán en un sitio patrocinado por los musulmanes casi en su totalidad. La universalidad del mensaje, su carácter holístico, y el principio de integración se reducen y empobrecen en una triste realidad. En las mezquitas y asociaciones, las actividades se conciben al margen de la sociedad y se presentan en una lengua extranjera como resultado de la tendencia desafortunada de confundir la importancia de aprender árabe para entender el Corán, con la necesidad de cantarlo todo en árabe para seguir siendo “un buen musulmán.” Las actividades culturales mantienen, de forma imperceptible, un pronunciado sabor oriental.
Para proteger a los jóvenes, sugerimos a menudo actividades de ocio cuyo impacto deberá considerarse con mucho cuidado. Se ofrecen casi en exclusiva para los chicos (¿Por qué? ¿En nombre de qué principio islámico?), estas actividades están a veces totalmente inconexas con la experiencia que los jóvenes viven. Nos tranquilizamos porque pensamos que les protegemos al ofrecerles actividades infantiles, persuadiéndonos rápidamente de que los jóvenes de dieciocho años se darán por satisfechos con actividades que la sociedad en general ofrece a niños de doce y trece años. Las alusiones tales como canciones “islámicas”, el tipo de excursiones y juegos, incluso las discusiones organizadas, tienen todas la misma orientación: el deseo antinatural de que los adolescentes sigan siendo niños, impermeables para la sociedad occidental. Por tanto, los límites de su mundo abarcan la casa, la mezquita o el local de la asociación, la “librería islámica” (cuando la hay) y las relaciones con la familia y otros jóvenes musulmanes. Algunos padres se consideran afortunados si pueden añadir una “escuela islámica” a este conglomerado “musulmán”. Este mundo “fuera del mundo” es una ficción: el entorno cultural, la televisión, Internet y sus jóvenes contemporáneos acaban tocando, inevitablemente, el corazón y la mente de aquellos que viven en Europa y en América. La respuesta yace más bien en aprender a manejar este impacto en vez de negarlo o rechazarlo. Los indicadores muestras que cada vez más padres y organizaciones han entendido el significado de estos factores y están buscando nuevas aproximaciones. Estas iniciativas siguen siendo pocas y aisladas pero hay una buena posibilidad de que el movimiento se desarrolle con el paso del tiempo, haciéndonos posible reformar nuestra forma de ocuparnos de las cuestiones de cultura y entorno.
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