viernes, 10 de junio de 2011

La reforma y las seis "ces"

Compartimos esta reflexión del profesor Tariq Ramadan sacada de su libro Mi visión del Islam occidental sobre la necesidad de reforma:

Mis estudios teóricos y jurídicos, así como el trabajo de campo que he llevado a cabo durante los últimos veinte años, me han ayudado a desarrollar, a enriquecer mi reflexión y a explorar numerosas pistas nuevas. En un sentido teórico, he llegado a la conclusión de que los musulmanes no deberían limitarse a reflexionar en los campos del derecho y la jurisprudencia islámica (al-fiqh). Llevamos ciento cincuenta años hablando de un razonamiento crítico autónomo (iÿtihâd), lo que debería ayudarnos a afrontar los retos contemporáneos, pero a pesar de la evolución a la que sin duda hemos asistido, aún nos quedan crisis y obstáculos por superar. Creo que deberíamos reconsiderar las categorizaciones y metodologías originales remontándonos a las fuentes y fundamentos del derecho y de la jurisprudencia (usûl al-fiqh). Esto es lo que llamo “una reforma radical” que puede llevarnos a la sofocante reforma de la adaptación creativa de la transformación. El reto es muy importante y el proceso que deberá conducirnos a esos desarrollos requerirá tiempo y deberá superar críticas y rechazos desde posturas diametralmente opuestas. Los temas, sin embargo, ya están planteados, lo único que hace falta, tanto a mi juicio como al de otros estudiosos e intelectuales musulmanes, es emprender un debate a fondo.  

Siempre he querido llevar a cabo simultáneamente esta reflexión teológico-jurídica, intelectual y académica de un modo paralelo a mi compromiso con la sociedad civil, tanto en occidente como en el tercer mundo y, obviamente, también en el seno de las sociedades y de las comunidades musulmanas. Durante veinte años he tenido ocasión de visitar la práctica totalidad de los países europeos, los Estados Unidos, Canadá, Rusia, Australia y Nueva Zelanda y un número considerable de países africanos, asiáticos y árabes. Nunca he dejado de estar en contacto con los ciudadanos de toda orientación y credo religioso, para escuchar, analizar y tratar de comprender. No he tardado en darme cuenta, en el caso de las comunidades musulmanas, tanto de occidente como del resto del mundo, que los problemas se hallaban ligados tanto a la espiritualidad y a la psicología, como a las realidad estrictamente religiosas, sociales o políticas. 

Así es, a lo largo de los años he acabado elaborando un enfoque y un discurso al que denominaba la teoría “de las cuatro Ces.” Se trataba de establecer las prioridades y de abrir perspectivas sencillas y clarificadoras para la comprensión del papel que desempeñaban los actores musulmanes. Pero, durante una visita a África que realicé con ocasión del Coloquio Internacional de los Musulmanes dentro del Espacio Francófono (CIMIF) celebrado en Uagadugu (Burkinafaso agosto 2006), dos participantes me propusieron añadir otras dos “ces.” Y, como tenían razón, mi enfoque gira hoy en día en torno a las seis “ces” en las que, a mi juicio, deberían asentarse los cimientos para el establecimiento de las prioridades y las estrategias que se han de seguir. 

Lo que los musulmanes necesitan más urgentemente es confianza. La crisis de identidad es profunda y resulta indispensable, en consecuencia, desarrollar a través de la educación, un mejor conocimiento de uno mismo y de su historia, para forjar una conciencia y una inteligencia confiada y serena, segura de sí misma y simultáneamente respetuosa con el otro. Porque de lo que, en última instancia, se trata es de conjugar la confianza en uno mismo con la confianza en el otro. Y este trabajo debe ir acompañado de una constante y rigurosa coherencia ya que, no debemos idealizar los propios valores y mensajes perdiendo de vista las contradicciones, disfunciones y traiciones que afectan a las sociedades y a las comunidades musulmanas. El espíritu crítico, la lealtad crítica y la racionalidad activa no son sólo los mejores amigos de una espiritualidad profunda, sino también condiciones imprescindibles para el desarrollo y la renovación. Estén donde estén e independientemente de la región del mundo en que habiten, los musulmanes deberían ser testigos (shuhadâ) de la riqueza y el potencial positivo de su mensaje. Y para ello, deben contribuir al bienestar de todos, sea cual sea su religión, su estatus y su origen porque, en este sentido, el pobre, el enfermo y el oprimido no tienen religión. La contribución de los ciudadanos de confesión musulmana debe ser una respuesta positiva al discurso obsoleto que no deja de girar en torno a la “integración.” Es importante que las/los musulmanas/es reencuentren, en todos los dominios de la inteligencia y de la actividad (tanto en los campos de la ciencia como del arte, la cultura, la sociedad, la política, la economía, la ecología, la ética, etc.), la energía de la creatividad y el gusto por el trabajo y el riesgo. Tenemos que liberar las inteligencias y los talentos y ofrecer a las mujeres y hombres espacios de expresión, experimentación, crítica y renovación. No hay que olvidar que numerosos conciudadanos (e incluso correligionarios) albergan temores, no comprenden y quieren saber más: la comunicación es esencial. La elección de términos, la definición de conceptos, la capacidad de descentrar la empatía intelectual y cultural son importantes para tener en cuenta no sólo el contexto desde el que se habla, sino también la situación de quien escucha (es decir, sus temores, su historia y sus referencias). Pero también debemos señalar que el hecho de ser coherente y crítico con uno mismo no implica perdonar las incoherencias e hipocresías ajenas. Independientemente de la cuestión discutida (es decir, independientemente de que se trate del poder, del gobierno o de las leyes, como las que acabaron institucionalizando el Apartheid en Sudáfrica), es fundamental salvaguardar el derecho y el deber de la contestación y negarnos a traicionar nuestros principios, aunque esa traición se produzca en el seno de nuestro gobierno, de nuestra tradición o hasta de nuestra propia familia. No hay que callarse frente a la hipocresía con la que los estados occidentales contemplan la represión china del pueblo tibetano (al que llevo defendiendo más de veinticinco años), ni asistir impasibles al silencio de la comunidad internacional mientras los palestinos padecen la colonización y represión de los sucesivos gobiernos israelíes.

Las seis “ces” (confianza, coherencia, contribución, creatividad, comunicación y contestación) proporcionan un marco de referencia claro y por encima de todo, establecen ciertas prioridades. La educación, el conocimiento de uno mismo, el espíritu crítico y la creatividad son los ámbitos que más atención requieren. Las mujeres y los hombres musulmanes atraviesan una crisis de confianza tanto psicológica como intelectual. Sólo podrán comunicarse con el entorno que los rodea llevando a cabo un trabajo sobre sí mismos, sin dejarse llevar por la pasión ni responder, como tan a menudo ocurre, de un modo estrictamente defensivo. Estas son las condiciones indispensables para elaborar estrategias de respuestas y resistencia a la dictadura, al dominio y a la discriminación, que no sean puntuales y confusas, sino que se asienten en un visión clara y establezcan etapas y prioridades de acción. Urge que, en el curso de esta maduración, los musulmanes no dejen el campo libre a las voces más radicales que monopolizan los medios y la atención general. Junto a sus conciudadanos, y para ellos, deben hacer escuchar su voz, la voz de la confianza, de la ponderación y de la razón crítica: siendo ellos mismos, negándose a ser “árabes de servicio” o “musulmanes de servicio” y transmitiendo un discurso sereno, matizado y crítico en momentos de crisis y tensión sin abandonar, por ello, la denuncia firme y contestataria cada vez que las mujeres y los hombres, musulmanes o no, traicionen los valores universales de dignidad, libertad y justicia.

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domingo, 5 de junio de 2011

Fe y razón

¿Qué puedo llegar a saber? ¿Y en qué se basa lo que sé, lo que creo saber, o lo que deseo saber y conocer? Una pregunta vital sobre la esencia y significado del conocimiento humano surge precisamente de la multitud de preguntas que nos acometen conforme emprendemos nuestra búsqueda de significado. La conciencia duda sobre la naturaleza de lo conocido incluso cuando aprehende los horizontes de lo desconocido: la muerte y lo que viene en pos de ella revelan, a través de un proceso de inducción, nuestra inhabilidad a la hora de entender su significado y muchos “por qués,” y también nuestro limitado entendimiento de muchos “cómos.” El océano de lo insondable es perturbador, y la crisis mística de la mente racionalista y matemática alcanza ese punto donde la indagación filosófico-religiosa se encuentra con las dudas de la razón que se da cuenta de que ambas infinidades (lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño) están más allá de sus poderes descriptivos. “El eterno silencio de estos espacios infinitos me llena de terror.” “El silencio” aquí es otro nombre para denotar mi falta de conocimiento, y “los espacios infinitos” revelan la extensión de mi ignorancia. Es realmente terrorífico. (Pascal; Pensées, 201)

¿Contamos con algún tipo de evidencias que se revelan en nosotros y en las que debamos confiar? Puede resultar útil, antes de plantearnos lo que podemos saber, determinar qué facultades nos permiten tener acceso al conocimiento. La simple pregunta sobre los medios (facultades), su existencia y su capacidad ha sido, desde siempre, una fuente de desacuerdos, disputas y tensiones tanto dentro de las propias tradiciones espirituales como entre las religiones y las escuelas filosóficas. Mi conciencia se hace consciente de lo real, observa que mis sentidos de oído, tacto, sentido y demás, son los primeros “medios para el conocimiento,” o por lo menos sus primeros mediadores. Los empiristas los consideraron la fuente esencial de todo conocimiento racional y complejo, pues pensaban que la mente no podía entender el principio de causalidad si los ojos no lo han observado con anterioridad. La segunda fuente de conocimiento es, por tanto, mi razonamiento, que observa, establece conexiones e intenta entender el mundo: parece que consigue algunos progresos en lo que concierne a los “cómos” pero se rompe cuando llegamos a los “por qués” del mundo y de la vida. Otra dificultad interna revela que es el corazón el que siente y experimenta (de manera distinta a la de los sentidos) y el que aprehende y entiende (de manera distinta a la de la mente). La facultad de la razón revela sus limitaciones rápidamente, en la más íntima proximidad: está bastante incapacitada para entender el campo del corazón, su conocimiento, sus verdades e incluso sus amores y está bastante perpleja debido a ello. Los sentidos, la razón y el corazón: ¿estamos destinados a tener tres tipos de conocimiento que se desarrollan gracias a tres facultades distintas? ¿Son complementarios o contradictorios? ¿Somos capaces de superar las tensiones inevitables que existen entre ellos para reconciliarlos? Esta es la pregunta que se plantea a través de la tipología de los tres hermanos Karamazov en la novela de Dostoievsky. Representan las tres esferas de Pascal y hay tanto amor como tensión entre ellos. Sus similitudes y diferencias se encuentran en el corazón de la tragedia y la esperanza humana. Dimitri y la exhuberancia de los sentidos, Ivan y las tensiones críticas de la razón y Alyosha y la transparencia del corazón encienden un brillo moral en el orden de nuestras facultades y de nuestro razonamiento. Esto nos lleva al centro del debate real. En realidad se trata de un debate sobre el conocimiento y el entendimiento, pero es también cuestión de decidir lo que es bueno para nosotros, para nuestra sociedad y para la humanidad. El conocimiento y la ética convergen, de igual manera que lo hacen la filosofía y la ciencia, la ciencia y la religión y la filosofía y la religión. ¿Se trata aquí de razón o de fe? ¿Quién nos puede indicar el cómo y quién nos puede decir el porqué?

Está claro que la razón depende de los sentidos y de la observación y establece relaciones de similitud, de género y de causalidad. Determina las categorías, trabaja de forma deductiva e intenta entender “cómo” se establecen los elementos, y “cómo” se determina la naturaleza y su campo de forma inductiva. Acepta la existencia de verdades relativas y de hipótesis que no verificará y es consciente de sus limitaciones cuando hablamos de las convenciones matemáticas que son (como la lengua de signos según Saussure) totalmente arbitrarios. Lo que de verdad importa es observar lo real, describirlo, entenderlo, y a más largo plazo, dominarlo. Este es el objetivo de la ciencia. La fe, sin importar si está ligada a una tradición espiritual o a Dios, se ocupa de otra esfera: lo que importa no es examinar el “cómo,” sino responder a la pregunta del “por qué.” En este sentido, la fe se preocupa más de la legitimidad de los postulados, las convenciones e hipótesis, que de las explicaciones teóricas o técnicas que derivan de ellas. Cuando se describe de forma racional (y por tanto se observa desde fuera), la fe se puede definir como una elección que se basa en postulados que la razón no puede verificar y en finalidades de nuestra existencia que no podemos asir. Vista desde fuera, la fe parecería ser una libre elección de verdades primarias y fines últimos. Wittgenstein, en sus clases de creencias religiosas, demostró con bastante certeza la falta de pertinencia de tales descripciones “externas:” los lenguajes y el significado sólo son accesibles desde dentro, y una descripción racionalista de la fe hace que ésta deje de ser fe.
En el Tao, por ejemplo, la creencia que surge desde el interior, está relacionada con el orden del mundo porque es una manera de establecer correspondencia entre el ser y el cosmos. No es cuestión de responder al “por qué” (que precede y sigue al “cómo”). El Taoísmo proyecta el significado de esta armonía esencial sobre la totalidad del conocimiento: en efecto, el “por qué” explica el “cómo.” Tal enfoque combina filosofía, ciencia y poesía. Esta es también la enseñanza básica de Siddharta: la introspección, la liberación desde el interior y la evasión del ego previenen a todas las formas de conocimiento del ser transformadas en instrumentos de dominación, pues no nos cabe duda sobre el postulado de conoce y dominarás. La cuestión es que la fe y nuestros corazones nos permiten entender el profundo significado del Conjunto, adherirnos a su esencia y trascender la individualización. Esta fe es un misterio y es lo que todos los monoteísmos expresan, aunque la expresen desde dentro y cada uno a su manera. La armonía es una llamada, una conversión: el corazón parece mutar su disposición, parece estar iluminado por una luz que hace que el mundo parezca diferente: el mundo tiene sentido.
La fe, vista desde dentro, no es por tanto ni un postulado o principio, ni un fin, es una luz que no coincide con la luz de la razón. Una luz de significado. La fe es una inspiración, un ímpetu, un creer sin razón (y/o con muy poca razón en el mundo) que proyecta significado por doquier y espiritualidad en todo momento: pues si no hay fe no hay misticismo. La fe, como el amor (o precisamente porque es amor), también es una creencia: amar es creer, sin contemplar la sombra que las dudas proyectan. La fe adquiere muchas formas: algunas se asocian con la inmediatez del amor, otras con una autoliberación disciplinada que va revelando la armonía del todo de forma gradual, y otras incluso con la esencia de la purificación de la misma fe. En el transcurso de sus estudios y peregrinaciones, Mircea Eliade concluyó tras observar la creación de lo sagrado que era “un elemento en la estructura de la conciencia.” Por tanto no se puede evitar la pregunta sobre la relación entre razón y fe, porque concierne tanto a nuestra relación con la verdad, como al manejo de los asuntos humanos. En el punto en el que se encuentran la metafísica y las ciencias, la religión plantea preguntas de filosofía teórico-prácticas, poniéndolas ella misma en duda.

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