Hay un tipo de intolerancia que
se puede auscultar detrás de la simpatía. Comentarios como los de “¡Es que (vosotros)
guisáis muy bien!”, “¡(Vosotros) sois más practicantes que nosotros!”, “¡Ojalá
(¡hey!) todo el mundo apreciara algunas cosas como lo hacéis (vosotros)!” y un
largo etcétera de simpatías que no persiguen más que el caer bien, o decir lo
políticamente correcto. Dejando de conocer entretanto la complejidad de la
persona que soy en realidad. Fanatismo sutil que se desvela tras los gestos de aprecio.
Qué triste es encontrar al
verdadero individuo que hay tras estas máscaras en situaciones determinadas.
Nos encontrábamos compartiendo una mesa con gente cercana en el trato, no tanto
en el compartir. Personas que parecían respetar lo que vivimos (lo que vertebra
eso que somos). No lo entienden del todo, pero dicen respetarlo. Todo
transcurría como era habitual hasta que se le ocurrió a alguna citar lo problemático
y costoso que ha sido traer al cura contagiado de ébola cabiendo la posibilidad
de contagio en España. Consideraba a esta persona como un engorro para toda la
población. Justificando su postura con que el dinero que había costado su
traslado, bien servía para cubrir necesidades más urgentes que
experimentamos aquí en España.
Nada nuevo hasta ahora, salvo el
sujeto parlante. La reiteración de la inconsciencia y ese oscurantismo
desmesurado cansa. Cansan hasta el punto de cuestionarme la pertinencia del
encuentro en sí.
Lo inconcebible del des-encuentro
no fue solo esto sino que tengo la impresión de que se utilizó un tema
“monstruo” de abrelatas para tratar el verdadero problema que cree tener esta
gente: inmigrantes que se chulean en los hospitales, rumanos que roban los
puestos de guardería a nuestros hijos, marroquís que tienen hijos a los
que no pueden criar…
Estas actitudes tienden a darse en
personas ignorantes con una curiosa tendencia a la verborrea. Cuando les
explicas lo que en realidad eres, no te escuchan. Y acto seguido permanecen en
esa misma actitud confirmando la pusilanimidad de su ser mediante la negación
del otro que no se llama María o Pepe y que por tanto no es normal.
Demuestran, una vez más, lo
inseguro que es el hombre moderno de sí mismo (y aquí no voy a ser
políticamente correcta). No hay nada que sustente a
estos “Meursaults” que parecen tener tan poca convicción en aquello
que creen que se resienten a aseverar su ente con la negación de los demás.
La imagen con que representaba el des-encuentro en mi cabeza fue la de una plaza llena de gente, la gente iba alzándose la
camiseta conforme hollaban mirándose al ombligo. Cuando se chocaban con otra
persona, gruñían refunfuñando abominaciones. Pero volvían a bajar la cabeza para
situarla en el mismo estado, con una nutriente condición: “¡Es que los demás
no son normales!, se chocan conmigo sin valorar que yo tengo también las mismas
necesidades.”
Siempre he dicho que no quiero
que la gente me tolere. Tolerar es darte igual. Es dejar de importarte el
acceso a lo que soy en realidad. Es conformismo con lo que pienso que
debes de pensar.
Yo quiero que mi presencia sea un
interrogante que interpele a los ideales que vertebran tu existencia. Y de ahí
la insistencia en la necesidad de compartir con quienes no me son semejantes en
el pensar y forma de existir.
Todas las personas tienen
necesidades, deseos, ambiciones… en cuanto lo empecemos a ver, nos dará igual que
seamos rojos, blancos o azules. Nada nos pertenece y en todo somos pasajeros,
menos en lo que concierne a la trascendencia de nuestros actos.
El único cometido de nuestra afeliz
presencia es aspirar a conocer(Le) sabiéndonos conocer. Cada persona tendrá sus
herramientas y todas son válidas menos la de quienes utilizan el descrédito del
otro para acreditarse. Reconocer la diversidad quizás sea el camino para
empezar a reconocernos a nosotros mismos. Pues ¿ a ver quién podría prescindir de la diversidad
para definirse sin resultar en la caricatura de sí misma, o?
La paciencia, perseverancia y
buena palabra destacan por su escasez.
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