lunes, 18 de mayo de 2015

Libertad y leyes

En su isla desierta en el Océano Índico, Hayy Ibn Yaqzân descubre la vida, la Naturaleza y los elementos, y aprende a entender tanto su destino como el universo. Criado por una gacela, establece las etapas del conocimiento por sí mismo, y emprende su camino, armado únicamente con su razón. Inspirándose en el trabajo de Avicena, la novela de Ibn Tufayl del siglo XII es probablemente la primera de las novelas filosóficas. Trata del acceso al conocimiento y a la verdad, pero también de la experiencia, del determinismo y de la libertad humana. Se tradujo al latín (Philosophus autodidactus) a principios del siglo XVII y después al inglés (The Improvement of Human Reason). La sustancia de sus argumentos se hace clara de manera inmediata: ¿quiénes somos cuando estamos solos? ¿Qué podemos llegar a saber? ¿Cuál es la naturaleza de nuestras relaciones con los demás? ¿Cuáles son los medios que rigen y regulan nuestra librtad?... A pesar de las lagunas de la memoria europea, la influencia del trabajo de Ibn Tufayl persiste en muchos libros que se producen a nivel mundial, especialmente en occidente. En Defoe, con su Robinson Crusoe, quien desembarcó en una isla desierta, en al-Gazâlî y Descartes, con sus aproximaciones a la duda, a Locke y Hume con su teoría empirista, incluso con Marx, Engels y el materialismo histórico, trabajos que vuelven todos, directa o indirectamente, a los temas de esta novela seminal. De hecho, trata del conocimiento y del entendimiento, pero también pretende determinar lo que puedo hacer, lo que quiero… y lo que yo soy en aquello que quiero. 

En el corazón de la naturaleza, solo y viviendo entre los animales y sus instintos, el ser humano persigue entender las fuerzas reales de su mente y la esencia de su libertad (el sentimiento, o incluso la ilusión, de libertad). Las leyes naturales que descubre, y las reglas que establece después, le remiten a las condiciones de su propia existencia: está atrapado en un cuerpo y  gobernado por necesidades e instintos, y son éstos los que deciden por él, dentro de él y ante él. Pues, paradójicamente, las leyes externas le hacen consciente tanto de su libertad como de sus limitaciones. Mi naturaleza decide por mí, pero es cuando yo me enfrento a la ley externa cuando me hago consciente de lo que puedo decidir y de lo que la ley revela sobre lo que puedo y/o quiero emprender. Tiempo después, Rousseau y Kant afirmarán que no existirá algo como la libertad sin el establecimiento de la ley… y la experiencia imaginaria de Hayy Ibn Yaqzân o de Robinson tiende a demostrar que la ley (del instinto, de la Naturaleza, o incluso del orden social) es lo primero, y que es la ley que nos permite determinar si existe algo llamado libertad o no. En otras palabras, y en ambos casos, la libertad humana solo existe en relación a aquello que la limita y/o la permita: solo es y existe cuando se puede medir. La ley y el orden natural, como el instinto, generan la esencia de la libertad de la misma manera que la necesidad de una ley expresa la aspiración al orden y a la libertad. El novelista Michel Tournier comprende de forma instintiva esta aparente paradoja de una forma original en su Viernes y Robinson: vida en isla Esperanza: solo y libre, Robinson siente de repente que es preso del orden de la naturaleza y del inmenso cosmos, y es su decisión de establecer leyes para sí y para su sirviente Viernes (leyes sociales) lo que le da acceso al significado de su libertad. Por tanto, cualquier reflexión sobre la libertad plantea preguntas difíciles, complejas, paradójicas y contradictorias: toda conciencia sabe que está determinada, hasta cierto punto, por su cuerpo, sus instintos, sus padres, su pasado o incluso, por sus sentimientos… aún así, cada mente está inspirada y guiada por una libertad que tiene la habilidad de entender el mundo gracias a la fuerza de la razón, y de repintarlo gracias al poder de la imaginación. No podemos decidirlo todo, pero sí sabemos que podemos decidir muchas cosas.

domingo, 12 de abril de 2015

La alternativa cultural: Despertar la mente crítica y la creatividad

Los ulemas hacen uso de enfoques muy normalizados para abordar el tema de la cultura. A través de éstos, tenemos que considerar por un lado las costumbres y el ocio (que se consideraban aceptables en la medida en que respetaran los principios islámicos) y por otro las artes, de las que se permitieron algunas y se prohibieron otras sin tener en cuenta las consideraciones locales. Conocemos los debates que se han desarrollado entre eruditos de las diferentes escuelas de pensamiento en el debate sobre la música, el dibujo, la fotografía y la escultura. Es difícil llevar a cabo la distinción entre las formas de arte permitidas y prohibidas en occidente, donde la expresión cultural mezcla, a menudo, ambos tipos haciendo difícil trazar una línea de demarcación entre lo que se permite y lo que se prohíbe. Por lo que necesitamos un enfoque más holístico.

Nuestras fuentes nos han enseñado que se deberían evitar los enfoques maniqueos y dualistas: lo que los musulmanes producen es “islámico” y lo que nos llega del occidente no musulmán es “anti-islámico.” En la cultura, como en las demás áreas, los criterios para evaluar una acción, producción o costumbre no se pueden encontrar en la identidad de su promotor o en sus orígenes, sino en su respeto por los principios éticos que guardamos. Nuestra pauta invita a la mente a estudiar, a entender y a elegir cuando se encuentra en un entrono nuevo. Esto es lo que los musulmanes occidentales necesitan hoy: desarrollar una visión más completa y tener un enfoque selectivo.

Algunos eruditos han utilizado argumentos sacados del Corán y de la Sunna para prohibir la música y, a veces, el dibujo y la fotografía (y por tanto la televisión y el cine). Esta es una de las varias opiniones que existen, y hay que respetarla. Otros han permitido estas artes, con la imposición de ciertas condiciones que conciernen el respeto de nuestros valores éticos. Los que siguen la opinión de los primeros, deben desconectarse del mundo occidental: la música, la fotografía, la televisión dejan de formar parte de su vida diaria. Los otros, entre los que nos incluimos, deben encontrar un enfoque selectivo para aplicar tanto a estos temas, como a otros. No todo lo que se produce en occidente: la literatura, la pintura, la música, la televisión, el cine… es de buena calidad o se rige por la moral; pero es erróneo y básicamente falso, pensar que todo es perverso e inútil. La honestidad consiste en ser exigente y no en confundirlo todo. Aquí es donde el enfoque crítico y selectivo se presenta por sí mismo. La literatura española, francesa, inglesa, alemana, por citar unas pocas, son inmensamente ricas, y no tiene sentido ignorarlas con el pretexto de que no son “islámicas.” El principio de integración nos ha enseñado a integrar en nuestra identidad y cultura todo lo que la humanidad produzca y que no esté en contradicción con una prohibición: podemos encontrar montañas de trabajos que cumplen este criterio. Es imposible ser un musulmán europeo o americano sin integrar, al menos, parte del mundo de la imaginación de esta cultura. No todo vale igual, tenemos que elegir, pero debemos recorrer este camino. Por lo que con el paso del tiempo, las librerías “islámicas” tendrán que ofrecer a sus clientes nuevos horizontes literarios: novelas, cuentos, poesía –pero también trabajos de humanidades y trabajos filosóficos que alimentan y tallan la mente, olvidándonos del sentido de “perderse a sí mismo” en la literatura, o el de la literatura como refugio.

Se debería seguir el mismo enfoque para la música, el cine y los programas de televisión. No podemos ignorar nuestro entorno pero tampoco podemos perder nuestra conciencia crítica: siempre tenemos que discernir entre el extraordinario volumen de “cultura” con que se nos bombardea a diario. Tenemos que cumplir con una ética de consumo, y no debería haber sanciones inconscientes de las producciones musicales o cinematográficas, que se han convertido en el producto de una industria cuyos promotores carecen de gusto y de escrúpulos y donde las ventas son el único criterio para el éxito. Los musulmanes no son los únicos que critican el cine de grandes presupuestos, las grandes producciones, las producciones musicales ordinarias y la “televisión basura”: lo que se necesita es desarrollar un sentido crítico, y controlar la inclinación personal hacia las atracciones menos dignas. En occidente, educarse a sí mismo o a otros es enseñar este enfoque crítico, esta espiritualidad activa, este sentido de control; es innegablemente difícil, pero este camino se debe tomar. Sería erróneo minimizar tanto estas realidades como la educación tan pormenorizada que demandan: tener éxito al enfrentarse a las presiones del mundo de la televisión, de la música y del cine, con todas sus pervertidos y deshumanizados aspectos, presupone no sólo una ética bien infundada sino también el acceso a alternativas que vienen ellas solas a nosotros a través de la televisión, del cine y de algunas producciones musicales. Mecanismos que resultan inteligentes, dignos y humanos. Es tanto un entrenamiento como una lucha: nos entrenamos para adquirir un atisbo cultural y artístico y por el buen gusto, y tenemos que luchar para rechazar ser consumidores pasivos, complacientes y dóciles. Es triste ver lo que sucede con frecuencia: que los que se muestran más de acuerdo con los discursos más violentos y extremistas sobre la música y el cine en las mezquitas, son los primeros en ver programas de televisión por la tarde y películas que carecen de toda inteligencia e imaginación, y casi sin darse cuenta de la contradicción. Una cosa es anatematizar en palabras y otra es comprometerse en la vida.

El manejo emocional de nuestros conflictos internos está en sí mismo lleno de contradicciones. Los escalones y etapas necesarias para la gestión de nuestra relación con la cultura y las artes pasan por: la educación para el desarrollo de una mente crítica, para tener la facultad de observar y entender (tanto el mensaje explícito como el implícito de las actitudes y de los mensajes) y para saber cómo tomar decisiones conscientes y en completa independencia. El auto-aislamiento y la prohibición absoluta son imposibles y solo el desarrollo selectivo tiene alguna posibilidad de éxito. La comunidad de fe debería, en este mundo lleno de desafíos, aunar sus recursos para forjar esta nueva personalidad musulmana – una espiritualidad profunda e inteligente, una mente crítica e independiente, una voluntad decidida, libre y humilde, cada vez más confiada en sus elecciones. Este desarrollo nos exige conocer nuestras fuentes y conocer este entorno desde dentro, con su lógica, su psicología, y sus dinámicas. En otras palabras, nos exige estar aquí, que de verdad existamos aquí, y que, desde el mismo corazón de la cultura occidental, encontremos los medios para sostenernos, para superarnos, y llegar a ser capaces de hacer nuestra propia contribución.

Y según vaya avanzando ese trabajo crítico en la selección al que nos hemos referido, es importante que los autores musulmanes vayan expresando su talento y que produzcan trabajos originales que se inspiren en sus percepciones y en su ética, pero que sean genuinamente “europeos” o “americanos” en calidad, estilo y gusto. Deberíamos dejar de importar trabajos extranjeros, pensando que el toque oriental es lo que marca la “islamidad” del producto. O, como otra alternativa, imitar los trabajos occidentales, con distintos grados de éxito, salpicándoles frases (con frecuencia en árabe) para “islamizarlos.” Tenemos una urgente necesidad de artistas que piensen por sí mismos, en su propio idioma, con un gusto personal, y con su propia psicología. Necesitamos creatividad y nuevos compromisos, cometidos. “Al·lâh es bello y ama la belleza” dice un hadîz muy conocido, y el arte islámico ha podido expresar su excelencia en varias partes del mundo y a lo largo de los años. Hoy en día, los musulmanes están en occidente; son europeos y americanos, y su responsabilidad es escudriñar los horizontes de su imaginación y dar vida a las artes que unirán su ética a su percepción de la forma más armoniosa. En la literatura, la música, la pintura y también en el cine, el camino está abierto para la experimentación con nuevas formas de expresión, con nuevos significados, con colores nuevos, con palabras nuevas. Carecemos de esta creatividad.

El pensamiento reformista tiene como principio no hacer de los musulmanes de hoy meros imitadores de los musulmanes de ayer. Deben averiguar (y seguir guardando fidelidad a sus principios) cómo vivir en su propio tiempo, cómo ser contemporáneos. De la misma manera, los musulmanes de hoy no deben convertirse en imitadores de las modas o darse por satisfechos con la postura de la mínima resistencia al contentarse con la “islamización” de todo lo que “se lleva” en el terreno comercial. El que sigamos arrastrando esta primera etapa de adaptación, se debe a nuestra pereza y a nuestra falta de imaginación. Los indicadores de esta tendencia a imitar son innumerables: los numerosos encuentros de los musulmanes, los grupos musicales, las variedades de la música, y las presentaciones que uno puede ver en la televisión o en fiestas juveniles. Los eventos se han “islamizado,” es decir, se han hecho permisibles (halâl), sin preocuparse de los mensajes implícitos que se transmiten por las llamadas culturas alternativas (badîl). Queremos grupos musicales para nuestras fiestas (iguales a los de las fiestas a las que no deberíamos ir). Y se pone la música alta, iluminación tenue, ejecuciones improvisadas, porque eso es lo que los jóvenes quieren. Se reproduce de forma inconsciente un tipo de relación con el consumismo y una atención por las personas famosas (igual que sucede en los sitios a los que no deberíamos ir), derivando en una relación con la noche, con el ruido y con el entretenimiento. Existe, detrás del entretenimiento que se nos ofrece, una psicología particular del silencio y del ruido, de la noche y del día, la relación con uno mismo y con el otro, que se traduce como un todo a una psicología de existencia, del ser. El mensaje del Islam nos hace estar vigilantes con el silencio, con el timbre de lo que lo remplaza o importuna. También nos hace ser conscientes de que hay otra manera de enfrentarnos a la noche, haciendo uso del silencio a manera de reconciliación con esta. En última instancia, guía nuestro entretenimiento hacia la exploración de aquel estado en el que uno se olvida del mundo sin llegar a olvidarse de sí mismo, al seguir siendo humano y al salvaguardar su dignidad. Estas incitaciones deberían posibilitar, incluso en occidente, la opción de no desatender la idiosincrasia que debería consolidar el arte y el entretenimiento dentro de la filosofía islámica de la vida, no para aislarse o prohibirlo todo, sino al contrario, para comprometerse –para desarrollar una mente crítica, para tomar decisiones, para contribuir, para renovar y para no imitar ni el pasado ni el presente. Ser musulmanes occidentales consiste en afrontar la realidad con todos sus desafíos y asumir todas nuestras responsabilidades, sustentados, apoyados, por la permanente “necesidad de Él.”

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lunes, 6 de abril de 2015

La alternativa cultural: ¿Es la solución aislarse y prohibir?

El universo cultural occidental resultaba perturbador para las primeras generaciones de inmigrantes. Parecía que ninguna costumbre, gusto, o afición correspondían a aquellas que habían seguido en sus culturas originarias y, lo que es peor, parecía que apenas había respeto por las reglas tradicionales de la moral islámica. No se reconocía, por ejemplo, la prohibición del alcohol y de la usura, y todo parecía estar permitido en nombre de la libertad. La primera, y muy natural reacción fue la de aislarse, ya sea como individuos, como familias, o como comunidades donde podían reconocerse en los demás en un lugar determinado. Se convirtió en cuestión de vivir de forma casi paralela protegiéndose a sí mismo y a los hijos de un contexto considerado religiosa y culturalmente peligroso. La ecuación que se importaba normalmente, se concebía en términos muy simples: cuanto menos cultura occidental, más Islam.

Con la llegada de generaciones más jóvenes, la situación tuvo inevitablemente que cambiar pero la mentalidad de las personas siguió siendo la misma: uno tiene primero y antes de nada que protegerse. Además de la imposición del aislamiento, la “prohibición” se hizo necesaria ya que los jóvenes estaban cada vez más en contacto con la sociedad circundante. Se consideraba peligroso, incluso malsano, todo lo que pareciera más o menos característico de occidente, tanto en lo que tiene que ver con sus formas como con su estilo. Por lo que la gente intentó prohibirlo o evitarlo como les fuera posible. Las familias y organizaciones musulmanas intentaron encontrar soluciones como mejor pudieron, pero se trataba de una situación difícil, debido a las diversas contradicciones que había: por ejemplo, salir estaba prohibido, pero se tenía acceso libre a la televisión (la gente creía estar mejor protegida si se encontraba en casa): se permitía a los chicos practicar muchos tipos de actividades que se les prohibían a las chicas, mientras que las organizaciones seguían proyectando actividades ¡sólo para chicos!

Para los musulmanes, mantener una vida espiritual, llevar a cabo las obligaciones rituales (oración, azacate, y ayuno) y seguir un camino ético en la vida, era una situación bastante mala y lo siguió siendo. Hecho que los musulmanes comprometidos con su religión siguen sufriendo. Se ha aconsejado a la gente que, para seguir siendo ellos mismos, deberían distanciarse de la sociedad y no estar solo vigilantes, sino ser radicales con las prohibiciones: algunos – una pequeña minoría – practican esto, mientras que otros, tras repetidos intentos frustrados, o bien siguen estando profundamente divididos o han renunciado tras fracasar en el intento de desconectar totalmente de la sociedad. ¿Qué podemos hacer? Tomando en consideración las comunidades islámicas occidentales, nos damos cuenta de que se encuentran todas en los márgenes de la sociedad. Hay numerosas evidencias de esta cuasi reclusión en la forma en que se organizan, en la forma en que se comportan, e incluso en la forma en que intentan emerger de su aislamiento. La gente vive dentro de su propio círculo, y su enfoque a la hora de invitar a sus conciudadanos a encuentros o conferencias es inapropiado resultando a veces completamente torpe. No saben cómo emprenderlo. Hay que decir que se sienten mejor en su aislamiento: al fin y al cabo, es la manera más fácil y segura de sobrevivir. La confrontación con el otro es peligrosa y está casi siempre constreñida. Disfrutamos pláticas que nos afirman en estos sentimientos: en las mezquitas y en las conferencias y en los seminarios, los ponentes se refieren vigorosamente a las prohibiciones, insisten en “nuestra imprescindible diferencia,” en “nuestra peculiaridad por la excelencia de nuestra religión,” en “nuestra necesaria distancia” y encuentran a una audiencia que es emocionalmente receptiva y respaldadora. La primera reacción de conciencia moral cuando se enfrenta una dificultad es aislarse y prohibirlo todo sin medias tintas: todo esto es, en principio, la reacción emocional de un corazón que anhela la paz. Y como tal, merece todo nuestro respeto.

Sin embargo, la vida diaria no es tan clarividente como nuestros discursos, y aunque los principios del Islam sean en su esencia sencillos, nuestra presencia en occidente nos recuerda que la vida es muy compleja. La emoción, que deriva de forma natural en el distanciamiento o el rechazo, no es suficiente para resolver nuestros inquietantes dilemas: pues estos, acaban haciéndose, más tarde o más temprano, más inquietantes si cabe y nos obligan a confrontarlos, y a encontrar las soluciones apropiadas. Esto es lo que nos dicen todos los jóvenes musulmanes que han nacido en occidente: podemos darnos por satisfechos con discursos claros que no hacen ningún tipo de concesión, pero alrededor de las mezquitas y después de las conferencias, los jóvenes musulmanes tienen amigos en su lugar de estudio, escuchan música, van al cine… Entonces, ¿quién es el que se está equivocando? ¿Los padres que se engañan a sí mismos o los jóvenes que simplemente intentan vivir en su realidad? Estos temas se deben encarar y se les debe dar ese carácter urgente que tienen. Tenemos que dejar de ser incoherentes y evasivos. Si el mensaje del Islam es en verdad universal, si, como aclamamos, uno tiene que ser capaz de encontrar soluciones apropiadas para cada tiempo y sociedad, entonces, tanto en esta área como en otras, los musulmanes deben aceptar sus responsabilidades y proponer alternativas.

Todavía tenemos un largo camino por recorrer, y hasta ahora la mayoría de las estructuras sociales musulmanas se desarrollan en redes completamente paralelas. En Europa y en los Estados Unidos las librerías le ponen la etiqueta de “islámico” solamente a libros escritos por musulmanes (seleccionados, normalmente, según las preferencias del propietario), los publican los musulmanes, para el lectorado musulmán en un sitio patrocinado por los musulmanes casi en su totalidad. La universalidad del mensaje, su carácter holístico, y el principio de integración se reducen y empobrecen en una triste realidad. En las mezquitas y asociaciones, las actividades se conciben al margen de la sociedad y se presentan en una lengua extranjera como resultado de la tendencia desafortunada de confundir la importancia de aprender árabe para entender el Corán, con la necesidad de cantarlo todo en árabe para seguir siendo “un buen musulmán.” Las actividades culturales mantienen, de forma imperceptible, un pronunciado sabor oriental.

Para proteger a los jóvenes, sugerimos a menudo actividades de ocio cuyo impacto deberá considerarse con mucho cuidado. Se ofrecen casi en exclusiva para los chicos (¿Por qué? ¿En nombre de qué principio islámico?), estas actividades están a veces totalmente inconexas con la experiencia que los jóvenes viven. Nos tranquilizamos porque pensamos que les protegemos al ofrecerles actividades infantiles, persuadiéndonos rápidamente de que los jóvenes de dieciocho años se darán por satisfechos con actividades que la sociedad en general ofrece a niños de doce y trece años. Las alusiones tales como canciones “islámicas”, el tipo de excursiones y juegos, incluso las discusiones organizadas, tienen todas la misma orientación: el deseo antinatural de que los adolescentes sigan siendo niños, impermeables para la sociedad occidental. Por tanto, los límites de su mundo abarcan la casa, la mezquita o el local de la asociación, la “librería islámica” (cuando la hay) y las relaciones con la familia y otros jóvenes musulmanes. Algunos padres se consideran afortunados si pueden añadir una “escuela islámica” a este conglomerado “musulmán”. Este mundo “fuera del mundo” es una ficción: el entorno cultural, la televisión, Internet y sus jóvenes contemporáneos acaban tocando, inevitablemente, el corazón y la mente de aquellos que viven en Europa y en América. La respuesta yace más bien en aprender a manejar este impacto en vez de negarlo o rechazarlo. Los indicadores muestras que cada vez más padres y organizaciones han entendido el significado de estos factores y están buscando nuevas aproximaciones. Estas iniciativas siguen siendo pocas y aisladas pero hay una buena posibilidad de que el movimiento se desarrolle con el paso del tiempo, haciéndonos posible reformar nuestra forma de ocuparnos de las cuestiones de cultura y entorno.

lunes, 23 de marzo de 2015

La alternativa cultural: ¿cuál es la cultura de los musulmanes occidentales?

El Islam no es una cultura, sino que su escencia es religiosa. Nuestro “camino hacia la fidelidad” integra todo el saber, las artes y las destrezas para el bienestar de los hombres que la humanidad ha sido capaz de producir. Este es el principio de integración que les ha hecho posible a los musulmanes vivir en entornos culturales muy variados sintiéndose en casa. Este principio proporciona la cualidad particular que hace posible distinguir entre la “religión” islámica y la “civilización” islámica: se considera al Islam como civilización cuando se atiende a su singular habilidad para expresar sus fundamentos universales a través de la historia y de la geografía, e integrando la diversidad mediante la asimilación de las costumbres, los gustos, y los estilos que pertenecen a esos contextos culturales.

Atendiendo a todo esto, vamos a formular unas preguntas que creemos pertinentes para reflexionar ¿quiere decir lo mismo “musulmanes en occidente” y “musulmanes occidentales”? ¿Son simplemente dos formas distintas de decir lo mismo o suponen, más bien, dos realidades distintas?

Apreciamos que el adjetivo musulmán se le está aplicando a cosas muy heterogéneas y a tradiciones culturales arraigadas en las sociedades musulmanas y en los colectivos de la misma naturaleza en occidente. Hecho que ha llegado hasta los límites de empezar a difuminar las líneas que separan religión de cultura y los propios musulmanes encuentran muy fácil justificar cualquier comportamiento (cultural, adquirido o personal) con la pertenencia a la religión. Así, encontramos nombres islámicostiendas islámicas, comidas islámicas… y un sin fin de manifestaciones donde no sabemos si prima más la pertenencia a una religión o la representación de esa pertenencia mediante símbolos exclusivamente culturales.


¿Cuál es la cultura de los musulmanes occidentales?

Referirse al Islam es, ante todo, hacer referencia a un cuerpo de principios sobre los que se asientan el îmân, la espiritualidad, la práctica y la ética. Esta esencia deberá necesariamente revestirse de las formas de las diversas culturas en las que los musulmanes viven. Las mujeres y hombres musulmanes que emigraron de Pakistán, Argelia, Marruecos, Turquía o Guyana portaron consigo, como es natural, la forma de vida que seguían en esos países. Es más, permanecer fiel al Islam significó, en la mente de los inmigrantes de la primera generación, perpetuar las costumbres de sus países de origen. Intentaron, sin ser conscientes de ello, seguir siendo musulmanes paquistaníes en Gran Bretaña y en Estados Unidos, musulmanes marroquíes o argelinos en España y Francia, musulmanes turcos en Alemania, y así sucesivamente. Los problemas surgieron con la aparición de las segundas y terceras generaciones que empezaron a plantear algunas preguntas: los padres que vieron a sus hijos perder, o dejar de reconocerse como parte de su cultura paquistaní, árabe o turca, pensaron que perdían su identidad religiosa al mismo tiempo. Sin embargo, eso dista mucho de ser lo que sucedía y sucede: pues muchos jóvenes musulmanes reivindican su lealtad total al Islam según van distanciándose de sus culturas de origen, y lo hacen gracias al estudio de su religión. Paralelamente, más y más retornados, que se encuentran entre la coyuntura de tener que elegir entre “hacerse” paquistaní o “hacerse” árabe en lugar de hacerse musulmán, empiezan poco a poco a ser conscientes de este error: ¡por tanto hay una diferencia clara entre el Islam y las culturas de origen de los musulmanes! Esta conciencia y el nacimiento de un nuevo entendimiento del Islam marcan el periodo de transición que experimentamos hoy en día, y es necesariamente difícil para los padres de la primera generación hacer frente a ello, llegando, en ocasiones, a ser imposible. Para las generaciones más jóvenes, y para los que vuelven, es un indicador de esperanza, el camino a la salvación que posee el potencial de dirigirles hacia la reconciliación de sus principios islámicos con la vida en occidente.

De hecho, lo que es cierto es que un nuevo entorno puede dar lugar a una relectura de las fuentes con el objetivo de recuperar un principio olvidado o de descubrir un horizonte hasta ahora desconocido. Esto es lo que ha sucedido con la presencia de los musulmanes en occidente. Lo que intentamos hacer es una relectura del cuerpo de referencia extraído de las fuentes escriturarias, tendiendo siempre en cuenta las realidades occidentales. De hecho, lo que estas últimas nos han forzado a hacer es, antes de nada, evaluar nuestro entorno y la forma en que nos referimos a él, pero, más que eso, definir también nuestra identidad islámica a través de su distinción de la cultura que la engloba en determinadas partes del mundo. Por lo tanto, los elementos que definen nuestra identidad, percibidos a la luz del principio islámico de la integración, se muestran muy abiertos al estar en interacción constante con la sociedad.

Los musulmanes, apoyándose en sus fuentes y sobre la base del entendimiento de sus textos, deben llevar a cabo un entendimiento del contexto occidental que les posibilitará hacer lo que los musulmanes han hecho a lo largo de la historia: integrar cualquier cosa que haya en la cultura en la que viven que no contradiga lo que son y aquello en lo que creen. Por tanto, los fundamentos de su identidad islámica, universales y compartidos, les atraparán en una variedad de culturas, que no deben temer ni rechazar siempre que sigan siendo conscientes del cuerpo de principios al que deben guardar fidelidad. Su identidad se determina por factores completamente abiertos, dinámicos, interactivos y múltiples. Dependiendo del lugar de residencia, los musulmanes de origen inmigrante serán por cultura españoles, franceses, belgas, británicos, o americanos, y, junto a los retornados, cuyo rol aquí será crucial (porque tienen sus raíces en estas culturas), deben establecerse en la vida armoniosa de unos modales espirituales y éticos a través de una integración real en los asuntos más profundos de la vida. De manera más amplia, este proceso dará lugar al nacimiento de lo que se puede llamar la cultura islámica europea y americana, que respete tanto los principios universales y que se sustente en la historia, las tradiciones, los gustos y los estilos de los diversos países occidentales. Este ejercicio ya ha empezado, pero sigue siendo complejo y exige una conciencia que se alimente de los principios, una habilidad para analizar, una mente abierta, y un sentido crítico, así como creatividad. Los desafíos en este ámbito son muchos e importantes.

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lunes, 2 de marzo de 2015

Espiritualidad y emoción: el rezo de la mente

Como hemos indicado en publicaciones anteriores, la espiritualidad musulmana es exigente y toca, a través de sus enseñanzas, todas las dimensiones de la vida. Empieza en el mismo momento en el que somos conscientes de la responsabilidad humana ante Al·lâh y ante la humanidad, al hallar en nosotros esa “necesidad de Él” a la que ya nos hemos referido. La vuelta a uno mismo provoca aquel sentimiento de humildad que caracteriza al ser humano cuando está ante Él. Esta humildad debe extenderse amplia y profundamente a todas las áreas de la vida: tendrá que haber una lucha personal contra la autocomplacencia, el orgullo y ese deseo pretencioso que el humano tiene por tener éxito solo, utilizando todos los recursos que le sean necesarios para tal fin (a nivel social, profesional, político e intelectual). Y esta lucha tendrá que enfrentarse en cada etapa del trabajo del ser. Este verdadero trabajo espiritual va más allá del marco de la práctica ritual y religiosa o de los escasos momentos de contemplación; porque sus efectos deben ser visibles en todos los aspectos de la vida diaria: pues deberán notarse en la forma en que tratamos nuestros cuerpos, en la que administramos nuestras posesiones, en la que llevamos a cabo nuestras actividades profesionales, en la que vivimos con los demás y en la que interactuamos con la creación como un todo. Todo ello invita a aquellos que reflexionan sobre los signos y en quienes mora “la necesidad de Él”, a distanciarse del olvido y de la arrogancia. Los musulmanes devotos viven incómodos porque sienten una disyunción entre su práctica religiosa y espiritual y el estilo de vida pública y profesional al que se les arrastra. La discusión teórica sobre “el carácter holístico” del mensaje del Islam forcejea por reavivarse en la práctica: aquí es donde tiene lugar una ruptura, y la gente mantiene dos existencia casi paralelas: una en sus prácticas espirituales y la otra en una vida que, consideran, ha de ser más activa. La gente no sabe muy bien cómo hacer de su espiritualidad un ente dinámico y efectivo en las áreas de su vida diaria. Y la oposición de estos dos parece tajante. Pero podemos empezar a dar respuesta a esto encontrando objeciones a lo que acabamos de describir: la conciencia islámica debe construir una reciprocidad entre el estado del corazón y la naturaleza misma de nuestras acciones; y seguir, al mismo tiempo, estando habitados por “la necesidad de Él”, convencidos de la obligación de mantener la humildad en nuestros actos y dentro de la vida profesional y social. El enlace entre ellos (conciencia, corazón y acción) debe ser algo íntimo y muy personal y debe expresarse en la forma en que inspiramos, vivimos y entendemos nuestras acciones: ¿Lo vivimos mediante el recuerdo de Su presencia o por el olvido de esta?, ¿a la vista de Dios o solo a la de los seres humanos?, ¿para agradecerle o para impresionarles?, ¿para que te sea reconocido Su amor o para que ellos te reconozcan? Así es como se expresa la espiritualidad activa, y la división entre los espacios públicos y privados de las sociedades secularizadas no nos impide su ejercicio, por lo que nuestra espiritualidad es capaz de inspirar nuestra forma de estar y actuar bajo cualquier circunstancia.

Tendremos que añadir a este estado de recuerdo y humildad otra dimensión muy concreta de la enseñanza espiritual que requiere del establecimiento de un vínculo constante entre las exigencias de la conciencia y las elecciones que tenemos que tomar en nuestras vidas. Las tres preguntas fundamentales (¿cuál es mi intención con esta acción?, ¿cuáles son los límites que mi moral establece?, ¿cuáles van a ser las consecuencias de mi proceder?) cambiarán, no solo nuestra manera de ser, sino también la de existir. Nuestra espiritualidad debe ser inteligente y activa y hacer que estemos siempre atentos a los aspectos aparentemente “neutros” de la vida, ya que a veces pueden tener consecuencias éticas muy serias. Pues cuestiona nuestro enfoque con el consumo: la procedencia de los alimentos, la forma de su producción, la observación de los aspectos comerciales, la forma en que se trata y sacrifica a los animales y las implicaciones económicas y sociales de nuestro consumo. Debemos ser cada vez más conscientes de todas estas cuestiones: la forma en que les demos respuesta transformará la energía espiritual, acallada demasiado a menudo en los rituales y encerrada en una espiritualidad que se ha convertido en algo mecánico; para transformarla en una espiritualidad activa, inteligente, responsable, que irradie a quienes nos rodean. Si el mensaje del Islam tiene de verdad un carácter englobador, su mensaje espiritual debe extenderse hasta alcanzar el horizonte donde el sentimiento humano y las exigencias éticas se enlazan en la acción. Se debe aplicar lo mismo a nuestra labor profesional: plantear las tres preguntas no supone nunca considerar cualquier trabajo como “imparcial” a nivel ético, por muy científico y legítimo que parezca. Trabajar para multinacionales que saquean el planeta, en la industria armamentística que solo produce muerte o para los bancos que dan fuelle a un orden económico asesino, nos tiene que invitar a la reflexión, porque cuestiona nuestra fidelidad a los valores que guardamos. Y más allá de estas preguntas básicas, la forma en que la gente se ocupa de su trabajo, se identifica con él y lleva a cabo sus responsabilidades para cumplir con las reglas de la mejor forma posible; todo forma parte de un compromiso espiritual activo y consecuente con el que debería ligarse la conciencia de cada cual. Diremos lo mismo de la forma en que pasamos nuestro tiempo libre y disfrutamos de nuestro descanso. En occidente, y más que en cualquier otro sitio, el uso que hagamos del tiempo libre y del entretenimiento es un ejercicio espiritual que nos ayuda a mantenernos en armonía. Esta actividad holística y multidimensional está destinada a influir las relaciones que se establecen entre las personas. La práctica de esta espiritualidad debería hacerse visible en el corazón de nuestras sociedades. Fomentar la humildad en nuestro ser y mantener la conciencia ética despierta significa, como es natural, estar atento a las relaciones humanas, incluso en sus detalles más nimios. Esta vida, llevada con una intención constante de estar en diálogo con Dios y con nuestro ser, debería enseñarnos a escuchar y a mantener el diálogo con los otros. Algo que reformará, como es natural, las relaciones que vemos establecidas, demasiado a menudo, en las comunidades islámicas. Relaciones que se basan en los juicios y en el rechazo del Otro, en la rivalidad y en las luchas por el poder. Hay poca escucha, poco diálogo, poco silencio afectivo.

A nivel más global, las barbaridades y atrocidades contra la humanidad, que se cometen en nombre del islam demuestran que la práctica y el ritualismo casi exagerado no son suficientes. Resultando contraproducentes ya que conllevan en muchos casos la autocomplacencia de un ser que no se trabaja a través de la salât. Y que solo busca la pertenencia e identificación con un colectivo que identifican con "islámico." 

Es lo más parecido a regar un huerto en el desierto. La sola dedicación al rezo nada dice si no hay una comprensión del terreno sobre el que se efectúa. 

Las enseñanzas espirituales del Islam nos hacen abrirnos a la universalidad humana y, debido a su naturaleza, crean puentes para el encuentro con mujeres y hombres de otras confesiones, incluso con los humanistas, agnósticos y ateos que se preocupan por los valores humanos, éticos y por el respeto del universo. No cabe duda de que muchas personas, aun sin ser musulmanas, se reconocerán en las líneas que preceden, y debemos entablar diálogo y compartir acciones en base a estas consideraciones. Cuando se alcanzan estas dimensiones, el encuentro es posible y fructífero, y nuestras sociedades nos demuestran a diario que es esencial el que participemos en conjunto. 

Hemos intentado aquí, lejos de las modas y de las tentaciones de reclusión, describir las exigentes características de la espiritualidad islámica, que irradia desde el eje del Tawhîd y llama a los seres humanos a que, además de sus prácticas religiosas y de su meditación, permitan la percepción de Su Presencia y de Sus preceptos morales para que brillen en todas las áreas de nuestra vida. Esta espiritualidad, que hemos definido como responsable, activa e inteligente, inspira conciencia en el mismo centro de la vida y de la sociedad y se presenta, ella misma, como un misticismo diario, un sufismo aplicado, que lleva a los individuos a aprender a manejar el rumbo y el contenido de sus actos, en vez de dejar que otros actúen sobre ellos. Tanto la humildad, que alimenta el corazón, como la ética, que dirige el espíritu, posibilitan a la mente abrirse a otro orden, una especie de rezo continuo, en el que, siendo consciente de sus limitaciones, sirve al bien como le sea posible: el rezo de la mente.

Muchos hombres y mujeres dejan en nuestros días las asociaciones islámicas porque llegan a un punto donde sienten que les falta algo, que hay una latente falta de espiritualidad. Esto es lo que sucede con frecuencia, y es algo que cambiará con un esfuerzo constante y renovado en la aplicación de las enseñanzas a las que nos acabamos de referir. No se tratará siempre de decidir si recorrer este camino en soledad, ¡más aún cuando muchos presentan sus humildes retiros con tanto orgullo y arrogancia! Por el contrario, la espiritualidad islámica nos instruye en la fragilidad, en el esfuerzo, en el servicio: pues estar con Al·lâh es reconocer nuestras limitaciones, conocerlas, y servir a las personas, entre las personas.

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domingo, 22 de febrero de 2015

Espiritualidad y emoción: autoliberación

Al·lâh, en Su Unicidad (tawhîd al-rubûbiyya), ha depositado en el corazón de cada ser humano un deseo original (fitra) por la búsqueda del Trascendental. La espiritualidad islámica es el trabajo que la conciencia del creyente realiza sobre sí misma tanto para liberarse de las formas de culto que no inciden en Él, como para encontrar el camino hacia este aliento original y hacia Su pureza. Este camino hacia el Uno (tawhîd al-ulûhiyya) es arduo y exigente, porque la naturaleza humana tiende siempre a estar atraída por las contingentes realidades del mundo. Atrapado entre el anhelo del Más Alto y las atracciones del mundo, la primera experiencia de conciencia del caminante es la de encarar un conflicto interno. La elección que tenemos es entre liberarnos a nosotros mismos o perdernos ahogándonos entre las vicisitudes de la vida. La Revelación nos dice: ¡(7) ¡Considera al ser del hombre, y cómo está formado con arreglo a su función, (8) y cómo está imbuido de flaquezas morales y también de conciencia de Dios! (9) Dichoso será, en verdad, quien purifique este [ser], (10) y realmente perdido estará quien lo cubra [de oscuridad]. (Corán 91: 7-10). La conciencia es libre y debe tomar una decisión: aunque la apariencia del îmân nos resulte atractiva de forma natural “… Pero Dios os ha hecho amar al-îmân y lo ha hecho grato a vuestros corazones, y os ha hecho detestable el rechazo de la verdad, la iniquidad y toda rebelión [contra lo que es bueno]... (Corán: 49:7); esa misma naturaleza puede llevarnos hacia el mal: “…es cierto que el alma ordena insistentemente el mal…” (Corán: 12/53), y el mundo nos llama para que sigamos este mismo camino “A los hombres se les ha embellecido el amor por todo lo deseable: las mujeres, los hijos, la acumulación de caudales de oro y plata, los caballos de raza, los animales de rebaño y las tierras de labor.” (Corán: 3/14) Atrapada entre estas dos corrientes, la conciencia, utilizando la expresión de Baudelaire, debe tomar una decisión y actuar. La necesidad de un esfuerzo constante debe imprimirse en la conciencia del viajero, y lo debe hacer con ese primer y profundo "darse cuenta" de este conflicto. Volver a Dios, elegir el bien, revertir la vida de uno para que encare la luz, es un ÿihâd real en el sentido más absoluto de la palabra: el esfuerzo que tiene como objetivo superar el conflicto interno para llevar al ser hacia la paz y la seguridad del îmân.

La cercanía al Más Alto y la liberación de todo tipo de idolatrías (tanto las materiales como las inmateriales) no se pueden confundir con el efecto que transmiten las emociones “espiritualizantes,” los exilios desordenados donde uno puede vivir algo “a veces durante unas pocas horas,” o los retiros que tienen como objetivo “intentar orientarse”. Esto no tiene nada que ver con esa cercanía. Los requerimientos diarios de la práctica del musulmán nos proporcionan la dirección y los primeros pasos hacia el camino de esta libertad. La conciencia de la presencia y de la proximidad del Muy Cercano nos mueve hacia el centro, hacia el corazón de nuestras sociedades. Descubrimos, al meditar sobre los cinco pilares del Islam, que son muy exigentes y que operan a diferentes niveles: sobre la memoria (para quienes tienen tendencia al olvido); sobre el manejo del tiempo (a través de los ritmos diarios de la oración y las diferentes prácticas que se llevan a cabo a lo largo del año); en el aspecto individual y comunal de estar ante Dios; y en la división de los esfuerzos entre los variados elementos que constituyen al ser humano (corazón, espíritu, cuerpo, dependencias, miedos...). “El carácter englobador del mensaje del Islam” ya está grabado en este nivel elemental de práctica: estar con Dios es regresar a uno mismo, es saber administrar el tiempo, saber ser y estar, desarrollar una preocupación por los demás y saber cómo relativizar los apegos a los aspectos socioculturales de la vida cuando suponen un estorbo para nuestra fidelidad.

La falta de espiritualidad y de equilibrio interior que puede sentirse tanto en Occidente como en Oriente, es, según estas enseñanzas, totalmente natural si vivimos lejos del destello original, si nos situamos en los márgenes de nuestro ser, y, sobre todo, si no conservamos una práctica diaria y holística para nuestra fidelidad a la fuente. Todos los principios se concentran para dirigir a los seres humanos e impulsarles haciendo que se engranen, de manera concreta y regular, en la práctica de esta profunda espiritualidad que es, a la vez, responsable y activa. Esta es la forma más segura de liberarse de los apegos; sin embargo, siempre queda la posibilidad de seguir estando presos adorando los ídolos de los tiempos antiguos y vigentes: el dinero, el sexo, el consumo, las apariencias, el estatus social, el poder... No puede haber una libertad que merezca la pena sin un esfuerzo claro y constante. 

Pero esto no es todo. Los ritmos de vida que llevamos y la multitud de oportunidades de división pueden desestabilizar incluso la determinación más fuerte. La práctica puede convertirse en una actividad ritual, algo exánime y sin espiritualidad. La memoria repite las invocaciones y los rezos, los labios pronuncian las palabras, el cuerpo viaja a través de los movimientos, la mano da, pero el alma está ausente. Este ritual no es suficiente: la vida debe liberarse. La revelación nos dice que debemos convertir nuestra existencia en un cuidado constante, una lectura continua de las señales del Creador. La práctica natural de una espiritualidad activa llega a través de la observación del universo y de la contemplación profunda de sus signos. “El sol y la luna discurren por dos órbitas precisas. Y el astro y el árbol se postran.” (Corán: 55/5). El mundo le habla tanto a la mente (a través de unos patrones calculados) como al corazón, a quien revela sus secretos (mediante la postración de los elementos). Malik Badri tiene razón al apuntar que este ejercicio de contemplación hace la labor de terapia, siempre y cuando se realice en el recuerdo de Dios. De igual manera, leer la Revelación y meditar sobre ella son formas naturales de despertar la conciencia y de infundirle una energía espiritual perpetua. Por lo que debemos desarrollar una forma de leer el mundo que mantenga el hálito vivo en nosotros: después, este ejercicio atraviesa el corazón de la existencia, llegando a nuestra vida diaria. Podríamos decir que tenemos que acostumbrarnos a lo inusual y excepcional, a ese límite que nos transporte del hábito al verdadero rezo (min al-`âda ila al-`ibâda).

Por ello, en el momento mágico de la puesta de sol, el recuerdo de este signo: “Es cierto que en la creación de los cielos y la tierra y en la sucesión del día y la noche, hay signos para los que saben reconocer la esencia de las cosas.” (Corán 3:190), hizo que el Profeta Muhammad, sucumbido en su hábito, llorara toda la noche.

Lo más profundo del mensaje del Islam declara que una espiritualidad viva emerge del deseo de llevar a cabo el esfuerzo necesario para volver a lo que es esencial, a contemplar el mundo y a coger la ruta hacia la profundidad del ser de cada uno. En la práctica diaria, además del “Libro,” el Creador les ha dado a los seres humanos un modelo en la vida del Profeta. “Su carácter era el Corán,” decía su esposa Aisha y era “como un Corán que caminaba sobre la tierra.” Era la realización concreta de las enseñanzas, y su tradición nos convoca a amarle y a vivir cerca de su memoria, de su vida, de sus acciones y de sus silencios. El Islam nos llama a contemplar una manera determinada de estar en el mundo, de observarlo, de ser conscientes de nuestra memoria, de nuestro tiempo, de nuestro cuerpo, de nuestros comportamientos y acciones, intentando, como nos sea posible, vivir con Dios “como si Le viéramos” y con el profeta como si estuviésemos en su compañía.


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lunes, 16 de febrero de 2015

Espiritualidad y emoción: Necesidades y modas

En la mayoría de los países occidentales la gente no quiere hablar de “religión” (excepto en los momentos difíciles o excepcionales de la vida): esta palabra ha desarrollado connotaciones de obligatoriedad y, en muchas ocasiones, de tradición anticuada. Mucha gente declara no pertenecer a ninguna religión, incluso cuando creen “en algo”. Pero el vocablo de moda es “espiritualidad”, una palabra que ha acabado haciendo referencia a un número incontable de realidades muy diversas, que van desde la relación que se establece con Dios hasta el sentido que uno le puede dar a la vida o a “las cosas”, incluyendo el retiro del mundo, la búsqueda de la paz interior, la superación de las trampas que nos pone esta sociedad consumista, o incluso el buceo voluntario y deliberado en el mundo de las emociones. Los orígenes judeocristianos, sobre los que se asienta la cultura occidental, se han desvanecido en la idea de que la espiritualidad cubre hoy casi todo lo que pensamos que puede “dar un soplo de vida” o “dar sentido” a nuestra existencia.

En la confusión de un mundo de referencias como estas, nuestra conciencia debe hacer un esfuerzo para definir por sí sola su propia espiritualidad, sus cualidades específicas, sus exigencias y sus instrumentos, sin otorgarse con ello el derecho de juzgar a los demás; evitando sucumbirse a las modas, confundir las categorías de la experiencia y conformarse con la espiritualidad superficial de algunos discursos. Debemos llevar a cabo un verdadero “trabajo interior”, conscientes de que si perdemos la fuente, acabaremos, inevitablemente, perdiendo el camino. Esta serie de artículos (Espiritualidad y emoción) será nuestro reconocimiento de la importancia de esta labor personal. Aquí es donde empieza todo, pero también es donde todo se puede acabar.

Las modas y las necesidades

Nuestra sociedad consumista nos ofrece una casa, comida, confort, y tiempo libre. Y todos sabemos lo importantes que se hacen estas ofrendas cuando se quiere llevar una vida digna y equilibrada. Nuestro enfoque no trata de rechazar los regalos de las sociedades industrializadas sino de saber cómo administrarlos para que no den lugar a aquel sentimiento de inquietud, falta de paz o armonía o, sencillamente, de falta de felicidad. La sensación de “necesidad” en esta situación es, sin duda, el sentimiento que más se comparte. Tiene varias causas, pero parece que se puede resumir en la doble realidad de necesidad de tiempo y necesidad de diálogo. Los ritmos de vida han alcanzado una situación tal que tenemos la sensación de estar padeciendo un ahogo constante. Se nos asfixia, arrastra y se termina exterminando en nosotros la fuente de energía vital silenciándonos en un mundo en el que, simplemente, funcionamos. El hábito y la rutina refuerzan en nosotros ese sentimiento de malestar a diario, se trata de un sentimiento que puede tomar distintas tonalidades pero suele coincidir con los momentos en los que parece que nos falta emoción, afecto, amor, intimidad y de forma más general, humanidad. ¿Con quién hablamos realmente? ¿Quién es el que de verdad nos entiende? ¿Cuántas personas nos aman en realidad? ¿Quién puede responder a estas preguntas?

Las sociedades desarrolladas parece que sólo nos ofrecen dos opciones para superar este malestar: sumergirse en los sentimientos y emociones más intensos, que aunque no siempre sean reales o profundos sí que nos regalan la ilusión de que existimos; o bien entrar en una especie de exilio, que ya sea durante una hora o una vida, nos aleja del mundo para vivir a un nivel íntimo, en una introspección y meditación psicológica o mística, escuchando nuestra alma, nuestro ser y/o nuestros sentimientos. Aunque muchos se hayan convertido en expertos en la primera opción, la gente que habla de la “espiritualidad” como algo distinto de religión, suele tomar esta segunda. Consiste en distanciarse y retirase de la vida diaria y de sus ritmos vertiginosos, tomándose su tiempo y dando sentido a las cosas. La secularización de las sociedades ha dado lugar al aumento de este fenómeno, y la gente tiene una gran necesidad de permanecer encallada en los niveles más íntimos y privados, lejos del barullo de la vida pública.

Esta espiritualidad del retiro se percibe hoy en día como una necesidad y muchas veces toma la misma forma que tiene ese mismo “consumismo” tan mal considerado. Pues hay gente que practica formas de yoga muy exóticas sin haberlas estudiado o entendido, otros se involucran en variedades azucaradas de Budismo adaptadas a “su necesidad de descanso”, y otros optan por tipos de Sufismo poco exigentes que, en vez de ayudarles a encontrarse a sí mismos mediante el esfuerzo, les ayudan a escapar de sí mismos sin contemplar los obstáculos que esta opción conlleva para acceder a nuestro verdadero ser. Se sugieren algunas técnicas básicamente psicológicas, que pueden llegar a tratamientos psicoanalíticos, para ayudar a la gente a vivir más “hacia el interior”, a desarrollar “la inteligencia emocional”, o a "alcanzar el autocontrol". La vida espiritual se confunde a menudo con habilidades que permiten encontrar el equilibrio entre vivir fuera de las emociones y deseos personales y desarrollar los medios para controlarlos.

De hecho, estas prácticas se asocian (aunque esta asociación suele establecerse de forma muy superficial) con enseñanzas espirituales auténticas como lo pueden ser el Budismo. Enseñanzas que están construidas, por el contrario, sobre un trabajo disciplinado y riguroso, sobre el control de los deseos, y sobre la censura del “Yo”, que se convierte en el objeto de este proyecto espiritual. El misticismo islámico comparte la naturaleza exigente de ese trabajo profundo del “Yo” en el que se centran estas tradiciones del lejano oriente. Pero actualmente somos testigos de la difusión de un curioso entendimiento del Sufismo, cuya característica principal es sobre todo aquella que tiene que ver con la iniciativa individual y privada, pero que está falta, casi por completo, de métodos de iniciación estrictos para aproximarse y conocer al Trascendental (marifat Al·lâh). Se hace énfasis en el recuerdo de Al·lâh (dikr), en retirarse, en el abandono del mundo, y, sobre todo, en una práctica casi invisible y muy escasa. Más serio aún es ver que en la mente de algunos, seguir el Sufismo (“otro Islam”, un Islam que se considera “iluminado”) significa llevar a cabo menos prácticas y ritual, aunque la tradición exija a los que se inician (murids) ejercicios espirituales muy rigurosos. La primera opción reduce la práctica sin medidas, mientras que esta última no puede hacer mas que dejar de aumentarlas. Por lo que es realmente importante que “el viajero” sea consciente de la llamada a través de sus esfuerzos (ÿihâd al-nafs) y pruebas (ibtilâ).

En realidad, la espiritualidad musulmana no tiene nada en común con estas tendencias y modas, y tampoco se puede reducir a un simple ejercicio para controlar las emociones. Requiere conciencia, disciplina, y un esfuerzo constante (ÿihâd), porque es la expresión de la vuelta a uno mismo, que debería conllevar una liberación. Hoy en día, y desde las entrañas de la cultura occidental, este ejercicio se convierte en un examen.

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Espiritualidad y emoción: el rezo de la mente

domingo, 11 de enero de 2015

Tolerancia activa

Observar los horizontes de la vida de uno y la infinitud de sus finalidades. Buscarle sentido, armonía y paz. Esta necesidad es personal pero la búsqueda universal. Partimos en nuestro caravasar a la par que nuestra conciencia, nuestras convicciones, nuestras preguntas, amores y esperanzas. También tenemos satisfacciones, placeres, lágrimas, sufrimiento y bastantes dudas acerca el sentido de la vida, de los signos, las ausencias y la muerte. Si empezásemos a mirar a nuestro alrededor, a observar a los individuos y las sociedades, a estudiar las filosofías y las religiones, comprenderíamos que nuestra soledad es compartida. Que se trata de una soledad plural. Nuestra singularidad nos habría de servir entonces de recuerdo puesto que los caminos son múltiples y las voces infinitas. Tras lo que, los tiempos se terminarían aunando justo en el nuestro, en las poblaciones, calles, muy cerca de nosotros: esta solitaria humanidad se distingue por su diversidad y diferencias. Y no tenemos elección, al fin y al cabo.

¿Nos permite esta disposición intelectual acceder a la aceptación de lo real y de su diversidad? ¿Nos es suficiente con observarla sabiendo que nuestras búsquedas y necesidades son las mismas? ¿Nos tenemos que formar con nuestras diferencias para poder, de forma eficaz,  reconocer nuestras similitudes y gestionar nuestras diferencias de forma positiva? En una mesa o escritorio, delante de un café o una comida en los debates universitarios, en nuestros salones, comedores o conferencias y convenciones… Se da la bienvenida a la grandeza de las almas de los seres humanos cuando su vida cotidiana o riquezas no conllevan la marginación de uno. Pero esta postura nada nos dice acerca de esta ni resuelve las dificultades de la diversidad. Elaborar filosofías magnánimas y bellas para la tolerancia y el pluralismo cuando nuestras formas de vida nos terminan enfermando dentro de un universo cerrado a amigos que no nos sirven de recuerdo, es una declaración de generosidad y de buenas intenciones demasiado virtual. Es el equivalente a hacer alarde de antirracismo intelectualmente, cuando en la vida diaria no nos cruzamos, o lo hacemos demasiado poco, con negros, árabes o asiáticos (o a la inversa: con blancos cuando se es negro, árabe o asiático). Condenar el antisemitismo o la islamofobia, de forma intencionada o no, manteniéndose a cierta distancia de los judíos y musulmanes será ciertamente respetable, pero no descubre nada de las disposiciones personales del ser humano, que teoriza de esta manera. El gueto tiene sus características y sus consecuencias: físicas, sociales, intelectuales o mentales, y nutre permanentemente a cada uno de sus miembros con las proyecciones reales o imaginarias del mundo que hay alrededor de uno mismo. En los guetos de la inteligencia y de las teorías idealistas, se halla un montículo de intolerantes y racistas inconscientes.


Observar el horizonte para aprehender, con consecuencia e inteligencia, la diversidad necesaria entre los seres humanos. Las rutas y caminos no son mas que el inicio del desafío. No son suficientes, y nunca lo serán. Afrontar y gestionar la diversidad exige salir de la belleza de esas ideas, teóricas e idealistas, y reflejarlas en la vida real; consiste en liberarse del gueto de la inteligencia noble y segura para penetrar en el universo de las emociones crudas, tenaces, a veces descabelladas y peligrosas; consiste en pasar del orden controlado del espíritu a las tensiones y desórdenes caóticos del corazón y de las entrañas, de las “tripas” por utilizar un lenguaje más común y por tanto más expresivo. Existir y reencontrarse con el otro, con sus diferencias en el color de la piel, sus modales, vestimenta, credos, costumbres, hábitos, su psicología  y lógica intelectual… nos remite a nosotros mismos, a nuestros horizontes interiores, a nuestras intimidades. Nuestra mente no lo puede controlar todo: nuestras certidumbres y hábitos pueden verse sacudidos, pero nuestras emociones reaccionan y también se expresan. Más allá de las salas de conferencias, pueden fácilmente tomar posesión de nosotros. El “otro”, todos “los otros” y todas sus diferencias visibles y/o supuestas son la revelación de dimensiones más luminosas que las sombras de nuestra humanidad. Si “los otros” parecen confiados y serenos, mientras que nosotros no estamos seguros de nuestras verdades, perturban nuestro espacio vital con su visibilidad o alteran nuestros hábitos con su presencia y nos parece que roban el poco trabajo que haya. Cuando su riqueza nos recuerda nuestras dificultades, incluso nuestra pobreza, despiertan en nosotros emociones que para los seres humanos equivalen al instinto de supervivencia en los animales. La reacción apenas es controlable: todos los buenos discursos se los lleva el viento. Nos despedimos de nuestra humanidad más cruda para lidiar con las emociones, las disposiciones del corazón y con nuestras “tripas” puesto que colonizan nuestro espíritu inundándolo de  miedo, suspicacia, y prejuicioso revhazo. El racismo puramente intelectual es minoritario, a menudo marginal. Lo que alimenta el rechazo de los demás –consiente o inconscientemente- es siempre una mezcla de duda, temor, inseguridad, hábitos desgobernados añadidos a esos informes enriquecidos de números, datos reales o fantaseados: los problemas cotidianos, la inmigración, el paro, la pobreza, la sensación de estar privados, invadidos, etc. Están en el corazón de la humanidad y de la vida. Podemos despreciar y condenar el dogmatismo y racismo en las salas de reuniones y diálogos universitarios, pero sería injusto no hacer una evaluación precisa de nuestros temores y dudas -a menudo muy instintivos- que, en realidad, producen los peores rechazos del otro. Esto no pretende minimizar o justificar el racismo, la intolerancia y la xenofobia, sino comprender de dónde emergen, cómo toman cuerpo y cómo, por último pueden estar alimentados e instrumentalizados. La fuerza de los discursos populistas de rechazo tiene exactamente esta capacidad de revelar y atender las emociones más brutas, los miedos, las “tripas” y de dotarlas de razones y explicaciones simplificadas. Y los discursos idealistas y teóricos deberían reconciliarse con la vida y dejar de despreciar las dimensiones realistas de lo humano. 

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