Al·lâh, en Su Unicidad (tawhîd al-rubûbiyya), ha depositado en el corazón de cada ser humano un deseo original (fitra) por la búsqueda del Trascendental. La espiritualidad islámica es el trabajo que la conciencia del creyente realiza sobre sí misma tanto para liberarse de las formas de culto que no inciden en Él, como para encontrar el camino hacia este aliento original y hacia Su pureza. Este camino hacia el Uno (tawhîd al-ulûhiyya) es arduo y exigente, porque la naturaleza humana tiende siempre a estar atraída por las contingentes realidades del mundo. Atrapado entre el anhelo del Más Alto y las atracciones del mundo, la primera experiencia de conciencia del caminante es la de encarar un conflicto interno. La elección que tenemos es entre liberarnos a nosotros mismos o perdernos ahogándonos entre las vicisitudes de la vida. La Revelación nos dice: ¡(7) ¡Considera al ser del hombre, y cómo está formado con arreglo a su función, (8) y cómo está imbuido de flaquezas morales y también de conciencia de Dios! (9) Dichoso será, en verdad, quien purifique este [ser], (10) y realmente perdido estará quien lo cubra [de oscuridad]. (Corán 91: 7-10). La conciencia es libre y debe tomar una decisión: aunque la apariencia del îmân nos resulte atractiva de forma natural “… Pero Dios os ha hecho amar al-îmân y lo ha hecho grato a vuestros corazones, y os ha hecho detestable el rechazo de la verdad, la iniquidad y toda rebelión [contra lo que es bueno]...” (Corán: 49:7); esa misma naturaleza puede llevarnos hacia el mal: “…es cierto que el alma ordena insistentemente el mal…” (Corán: 12/53), y el mundo nos llama para que sigamos este mismo camino “A los hombres se les ha embellecido el amor por todo lo deseable: las mujeres, los hijos, la acumulación de caudales de oro y plata, los caballos de raza, los animales de rebaño y las tierras de labor.” (Corán: 3/14) Atrapada entre estas dos corrientes, la conciencia, utilizando la expresión de Baudelaire, debe tomar una decisión y actuar. La necesidad de un esfuerzo constante debe imprimirse en la conciencia del viajero, y lo debe hacer con ese primer y profundo "darse cuenta" de este conflicto. Volver a Dios, elegir el bien, revertir la vida de uno para que encare la luz, es un ÿihâd real en el sentido más absoluto de la palabra: el esfuerzo que tiene como objetivo superar el conflicto interno para llevar al ser hacia la paz y la seguridad del îmân.
La cercanía al Más Alto y la liberación de todo tipo de idolatrías (tanto las materiales como las inmateriales) no se pueden confundir con el efecto que transmiten las emociones “espiritualizantes,” los exilios desordenados donde uno puede vivir algo “a veces durante unas pocas horas,” o los retiros que tienen como objetivo “intentar orientarse”. Esto no tiene nada que ver con esa cercanía. Los requerimientos diarios de la práctica del musulmán nos proporcionan la dirección y los primeros pasos hacia el camino de esta libertad. La conciencia de la presencia y de la proximidad del Muy Cercano nos mueve hacia el centro, hacia el corazón de nuestras sociedades. Descubrimos, al meditar sobre los cinco pilares del Islam, que son muy exigentes y que operan a diferentes niveles: sobre la memoria (para quienes tienen tendencia al olvido); sobre el manejo del tiempo (a través de los ritmos diarios de la oración y las diferentes prácticas que se llevan a cabo a lo largo del año); en el aspecto individual y comunal de estar ante Dios; y en la división de los esfuerzos entre los variados elementos que constituyen al ser humano (corazón, espíritu, cuerpo, dependencias, miedos...). “El carácter englobador del mensaje del Islam” ya está grabado en este nivel elemental de práctica: estar con Dios es regresar a uno mismo, es saber administrar el tiempo, saber ser y estar, desarrollar una preocupación por los demás y saber cómo relativizar los apegos a los aspectos socioculturales de la vida cuando suponen un estorbo para nuestra fidelidad.
La falta de espiritualidad y de equilibrio interior que puede sentirse tanto en Occidente como en Oriente, es, según estas enseñanzas, totalmente natural si vivimos lejos del destello original, si nos situamos en los márgenes de nuestro ser, y, sobre todo, si no conservamos una práctica diaria y holística para nuestra fidelidad a la fuente. Todos los principios se concentran para dirigir a los seres humanos e impulsarles haciendo que se engranen, de manera concreta y regular, en la práctica de esta profunda espiritualidad que es, a la vez, responsable y activa. Esta es la forma más segura de liberarse de los apegos; sin embargo, siempre queda la posibilidad de seguir estando presos adorando los ídolos de los tiempos antiguos y vigentes: el dinero, el sexo, el consumo, las apariencias, el estatus social, el poder... No puede haber una libertad que merezca la pena sin un esfuerzo claro y constante.
Pero esto no es todo. Los ritmos de vida que llevamos y la multitud de oportunidades de división pueden desestabilizar incluso la determinación más fuerte. La práctica puede convertirse en una actividad ritual, algo exánime y sin espiritualidad. La memoria repite las invocaciones y los rezos, los labios pronuncian las palabras, el cuerpo viaja a través de los movimientos, la mano da, pero el alma está ausente. Este ritual no es suficiente: la vida debe liberarse. La revelación nos dice que debemos convertir nuestra existencia en un cuidado constante, una lectura continua de las señales del Creador. La práctica natural de una espiritualidad activa llega a través de la observación del universo y de la contemplación profunda de sus signos. “El sol y la luna discurren por dos órbitas precisas. Y el astro y el árbol se postran.” (Corán: 55/5). El mundo le habla tanto a la mente (a través de unos patrones calculados) como al corazón, a quien revela sus secretos (mediante la postración de los elementos). Malik Badri tiene razón al apuntar que este ejercicio de contemplación hace la labor de terapia, siempre y cuando se realice en el recuerdo de Dios. De igual manera, leer la Revelación y meditar sobre ella son formas naturales de despertar la conciencia y de infundirle una energía espiritual perpetua. Por lo que debemos desarrollar una forma de leer el mundo que mantenga el hálito vivo en nosotros: después, este ejercicio atraviesa el corazón de la existencia, llegando a nuestra vida diaria. Podríamos decir que tenemos que acostumbrarnos a lo inusual y excepcional, a ese límite que nos transporte del hábito al verdadero rezo (min al-`âda ila al-`ibâda).
Por ello, en el momento mágico de la puesta de sol, el recuerdo de este signo: “Es cierto que en la creación de los cielos y la tierra y en la sucesión del día y la noche, hay signos para los que saben reconocer la esencia de las cosas.” (Corán 3:190), hizo que el Profeta Muhammad, sucumbido en su hábito, llorara toda la noche.
Lo más profundo del mensaje del Islam declara que una espiritualidad viva emerge del deseo de llevar a cabo el esfuerzo necesario para volver a lo que es esencial, a contemplar el mundo y a coger la ruta hacia la profundidad del ser de cada uno. En la práctica diaria, además del “Libro,” el Creador les ha dado a los seres humanos un modelo en la vida del Profeta. “Su carácter era el Corán,” decía su esposa Aisha y era “como un Corán que caminaba sobre la tierra.” Era la realización concreta de las enseñanzas, y su tradición nos convoca a amarle y a vivir cerca de su memoria, de su vida, de sus acciones y de sus silencios. El Islam nos llama a contemplar una manera determinada de estar en el mundo, de observarlo, de ser conscientes de nuestra memoria, de nuestro tiempo, de nuestro cuerpo, de nuestros comportamientos y acciones, intentando, como nos sea posible, vivir con Dios “como si Le viéramos” y con el profeta como si estuviésemos en su compañía.
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