Era la foto de un señor joven, grueso y con la mirada fija en la cámara, cuya función es la de plasmar su supuesta generosidad y benevolencia, maquillando la existencia de un ser egoísta y sin escrúpulos. Se encontraba en el pasillo del hospital que visité en verano. Un hospital que había sido construido en tiempos pasados y que sobrevivía, a duras penas, al maltrato que recibía del personal sanitario. Y cómo iban a tratarlo si no. Gente sin piedad que cree tener poca culpa de la angustiosa situación del país.
En la habitación, privada y por ende pagada aun formando parte de un hospital público, se divisan dos camas de relleno lanoso y fragmentado, cubiertas de sábanas viejas y sucias que carecen de mantenimiento, como el resto del material. Sobre una está el enfermo. Grita de dolor al moverse la vía del suero, provocándole más perjuicio. Tras varios minutos de súplica y espera parece que la indeseada enfermera llega, le quita con brusquedad la cinta que le sujeta la vía y le coloca unas bandas que acababa de recoger del suelo. La hermana del enfermo le llama la atención por lo que acaba de presenciar, y aquélla, con más crudeza si cabe, le responde de forma grosera y sale del habitáculo marmullando maldiciones. Quedándose el enfermo en manos de nadie, sin medicación, sin remedio.
Empecé este relato describiendo esa foto, porque no hay nada más visible que las contradicciones. Puede ser objetivo guiar el análisis con analogías, para conseguir comparaciones y más contraste aún. Podemos comparar el valor que tienen unas bandas limpias para atender con corrección a los enfermos -algo esencial en un país que dice gozar de una economía emergente que se abre al mercado europeo y mundial- y una foto que te recuerda que tienes que medio agacharte al verla, porque más importante es acordarse de quien es el símbolo de una monarquía absoluta que se desvela tras el nombre de democracia o monarquía constitucional; que el cuidado de una población que se desvive por saber cómo va a vivir al día siguiente… Pero la monarquía no es el único problema.
Habré de decir que esa abrupta enfermera de carácter destemplado que se negó rotundamente a cumplir con su deber ha de responsabilizarse, en parte, de lo que le ocurrió al enfermo: ya era de noche y él seguía sin suero. Su mujer estaba acostada en una especie de butaca que le pusieron para amortiguar, no sabemos si la pena por su marido, o el dolor al sentirse tan desamparada. Tan profundo era su sueño que no se percató del despertar de su marido que perseguía ir al baño, a donde no llegó. Pues al intentar levantarse de la cama, cayó rendido ante ésta, consiguiendo despertar a su mujer mediante los gritos de dolor que agrietaban aún más su debilitada garganta.
Nos enteramos por la mañana de que tenía fractura de caderas, por lo que tuvo que ser trasladado a un hospital con prestaciones, ya que aquél en el que se encontraba carecía de ellas. Lo curioso de lo que pasó a partir de este momento, es que, ante la emergencia, todos esos funcionarios que se habían negado a mostrar colaboración se presentaban insólitamente participativos. Yo me extrañé, me extrañe hasta que me enteré de que habían sido sobornados, enfermera incluida, por los familiares del enfermo, quienes ya no tenían a quien recurrir ante un familiar moribundo.
A resaltar que si la gente sigue pensado que no tiene mucha culpa de lo que sucede es porque aún no se ha propuesto nadie cambiar el ritmo y los valores sobre los que se asienta la sociedad. No seré yo quien abogue por una reforma sociopolítica radical, aunque quede esta alternativa. Pero creo en la posibilidad del cambio a través de la honradez en los actos y en las palabras, el buen trabajo, cada uno en su puesto, y con un buen hacer que no persigue más que el cumplimiento con el deber para que la sociedad funcione con rectitud y sin tantas injusticias.
Donde tienen lugar estos hechos, los caracteres se proclaman musulmanes pero carecen del segundo eje esencial que los constituye plenamente como tales: tras proclamarse, tenemos que saber que para permanecer fieles a la fuente, habremos de trasladar esta fe a las dimensiones de la acción tanto a nivel individual como colectivo.
Se habrán olvidado, estos musulmanes, del concepto al-ihsân, siendo una tipología de las ciencias islámicas vinculada a la acción humana que tiene triple dimensión: la íntima (sufismo -tasauf-) la individual (la moral, la ética y el buen comportamiento -'ilm al-ajlâq-) y la colectiva (que concierne a las aplicaciones colectivas, sociales, comerciales o jurídicas -fiqh al-mu'amalât-). Esto está estipulado en las ciencias islámicas aunque algunos musulmanes lo desconozcan, o para ser más justos con la palabra, no lo conozcan aplicado al trato humano. Estos principios ensalzan el sentir humano, que empieza desde la dimensión íntima ya que si una persona no vigila su comportamiento consigo misma, no lo va a hacer para con los demás. La dimensión íntima e individual del comportamiento y de la moral se reflejan inexorablemente en nuestra ética con los demás.
De aplicarse esta ética, conseguirían romper ese círculo vicioso que se abre cuando los ciudadanos, desprovistos de una solución alternativa, sobornan a unos “funcionarios” que no funcionan. Tanto en un hospital, una administración pública o en la oficina de correos. La gente se conforma con ese trato. Pensamos que los problemas son de “el otro”: las familias piensan que si no sobornan no van a ser atendidas, el funcionario piensa que como no cobra dinero suficiente, tiene el derecho de conseguir ese dinero por otra vía, pisoteando todas las dimensiones de al-ihsân y cerrando así ese círculo. Todos conformes y disconformes a la vez; cuando toda humanidad se ha ido quedando por el camino.
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