Extinguimos
nuestra responsabilidad cuando tomamos la tarea de señalar de manera inequívoca
a los responsables de nuestra situación y establecer la tarea de combatir a
“esos” nuestros opresores que saben y conocen que tenemos razón y que nos
envidian por ello. Curiosa forma de proyectar nuestras dudas y miedos dejando de lado el examen de conciencia que se presenta necesario ante cualquier tipo de actos.
Era lo que elaboraba mentalmente cuando me crucé con ella. Una mujer que vive de las rentas otorgadas por esa razón moral de la que parece disfrutar por siempre por el mero hecho de haber salido "victoriosa" de alguna conversación en algún momento.
Argüía,
conforme mutaba una y otra vez de tema, y aun falta de toda coherencia, lo
bueno que será para mí (¡Sí utilizó un asertivo futuro!) viajar al extranjero.
Un lugar mejor que la tierra de conejos en que nos hayamos ya que el Mr.
Marshall de turno de aquel sitio parecía pagar a los recién llegados incluso
por tirar de la cadena.
Opté
por callarme ya que no se le acababan “los argumentos” a través de los que
despreciaba y repudiaba a las personas con las que vivía. Pero conforme ella voceaba
yo pensaba en la pertinencia o falta de ésta a la hora de ofrecer versiones de
la realidad que cuestionaran semejantes posturas. Me acordé de la opinión de
una persona que admiro y que siempre me decía y dice: “Habrás de decir tu
opinión aunque no llegue tal y como la planteas a la otra persona”. Nos tenemos
que responsabilizar de lo que pensamos y es esa misma responsabilidad la que se
exige a sí misma y a quienes la portamos, el ser transmitida cuando y donde sea
pertinente.
Lo más significativo del encuentro no es la mujer en sí. Pues el peligro de semejantes posturas radica en que esa señora –con su familia– repite tanto las mismas ideas y las lleva tan a cabo que termina convirtiéndose en paradigma de comportamiento para los indecisos que no cuestionan los quehaceres de sus padres sino que los intentar calcar.
¿Dónde
queda nuestra contribución entonces?
Por
lo que hablé. Hablé ante el afirmativo movimiento de cabeza de la señora que me
indicaba que al final sólo se quedaría con el color de la prenda que me tocaba
conjuntar ese día. Pero
no forma parte de la responsabilidad del que habla lo que el que le escucha
entienda. De ahí que me diera igual. Necesitaba hablar y decir al mundo lo que
intuía que sabía pero que ocultaba adrede para seguir en ese descansado retiro
mental.
Hablé
de la improvisación a la hora de afrontar los problemas cuando nos damos cuenta
de la situación y queremos reconocer la realidad traspasando el ideal que nos
satisface.
Hablé
de esa herramienta mimética por antonomasia: la que nos lleva a seguir un rumbo
fijado con antelación sin preguntar por el destino o por las razones para la
elección del mismo.
Hablé
de la falta de autenticidad que se manifiesta en unos actos y temas consentidos
por todas las conversaciones (prestaciones con las que agasaja el aparato social a los que no son nosotros; modelo del coche del hijo; dinero que gana;
casa en que vive; trabajo del marido; marido de la hija; querida del marido de
la amiga;…). Cuando este tipo de conversaciones se mantienen además en sitios
que nos recuerdan que debemos mantenernos
conscientes de nuestros actos. Que nuestra consciencia de Él no la
certifican los orgullosos encuentros que se mantienen de vez en cuando justificados por la pertenencia a un sistema de valores sólo visible en las
combinaciones fijas de palabras que apadrinamos y decimos o en tapujos físicos
que siguen dando un atisbo de significado a seres sin principio ni final. Seres
abrazados en la misma incertidumbre.
En los encuentros con estas personas y sus semejantes, escuchaba
cómo sorbían todos del cuenco de su propia suficiencia contentados entre tanto con el
estado en que se encontraba.
Pero
al mismo tiempo, veía cómo ansiaban comportarse como ese "otro” cuya
existencia les adolecía. Ahora, al carecer de los medios y de la madurez social a
la hora de imitar ciertos comportamientos catalogados a priori como
característicos de aquéllos caían en el copiado de quienes consideraban enemigos en su aspecto
más superficial y aparente. Convirtiéndose por sí solos y a sí mismos en una
mediocre caricatura de eas personas que no les entienden.
Tenemos
que contemplar siempre el escrutinio y la reexaminación de una conciencia
consciente que no quede satisfecha con la articulación de ese discurso añejo y
autosuficiente protagonizado casi siempre, por la jactancia de quienes lo
articulan.
Si
no lo hacemos, seguiremos teniendo para siempre a individuos en pleno proceso
de formación, ambiguos, dicótomos y desprovistos de carácter que superponen lo
viajo a nuestras nuevas realidades sin equilibrio. Buscan refugio en el “alma
islámica” a través de un proceso de “islamización” para descansar esa
necesaria mente crítica. Y ¿qué
necesidad habrá entonces de cuestionar la música (catalogada como anâshîd) o
los canales de televisión una vez se ha establecido para siempre jamás
que respetan la moral islámica? ¿Por qué nos contentamos con la posesión de una
moral que no llega a tener un alcance pragmático para derivar en la necesaria
ética? Desembocamos así en la fabricación de ese mismo universo crematístico en el que
moral y progreso material y técnico se confunden hasta converger en una agitación
de evidencias distorsionadas. Olvidando que eso es exactamente lo que
criticamos en “los otros”.