Observar los horizontes de la vida
de uno y la infinitud de sus finalidades. Buscarle sentido, armonía y paz. Esta necesidad es personal pero la búsqueda universal. Partimos en nuestro
caravasar a la par que nuestra conciencia, nuestras convicciones, nuestras
preguntas, amores y esperanzas. También tenemos satisfacciones, placeres,
lágrimas, sufrimiento y bastantes dudas acerca el sentido de la vida, de los
signos, las ausencias y la muerte. Si empezásemos a mirar a nuestro alrededor,
a observar a los individuos y las sociedades, a estudiar las filosofías y las
religiones, comprenderíamos que nuestra soledad es compartida. Que se trata de
una soledad plural. Nuestra singularidad nos habría de servir entonces de
recuerdo puesto que los caminos son múltiples y las voces infinitas. Tras lo
que, los tiempos se terminarían aunando justo en el nuestro, en las poblaciones, calles, muy
cerca de nosotros: esta solitaria humanidad se distingue por su diversidad y
diferencias. Y no tenemos elección, al fin y al cabo.
¿Nos permite esta disposición
intelectual acceder a la aceptación de lo real y de su diversidad? ¿Nos es
suficiente con observarla sabiendo que nuestras búsquedas y necesidades son las
mismas? ¿Nos tenemos que formar con nuestras diferencias para poder, de forma
eficaz, reconocer nuestras similitudes y
gestionar nuestras diferencias de forma positiva? En una mesa o escritorio, delante
de un café o una comida en los debates universitarios, en nuestros salones,
comedores o conferencias y convenciones… Se da la bienvenida a la grandeza de
las almas de los seres humanos cuando su vida cotidiana o riquezas no conllevan
la marginación de uno. Pero esta postura nada nos dice acerca de esta ni
resuelve las dificultades de la diversidad. Elaborar filosofías magnánimas y
bellas para la tolerancia y el pluralismo cuando nuestras formas de vida nos terminan
enfermando dentro de un universo cerrado a amigos que no nos sirven de recuerdo,
es una declaración de generosidad y de buenas intenciones demasiado virtual. Es
el equivalente a hacer alarde de antirracismo intelectualmente, cuando en la
vida diaria no nos cruzamos, o lo hacemos demasiado poco, con negros, árabes o
asiáticos (o a la inversa: con blancos cuando se es negro, árabe o
asiático). Condenar el antisemitismo o la islamofobia, de forma intencionada o
no, manteniéndose a cierta distancia de los judíos y musulmanes será
ciertamente respetable, pero no descubre nada de las disposiciones personales
del ser humano, que teoriza de esta manera. El gueto tiene sus características
y sus consecuencias: físicas, sociales, intelectuales o mentales, y nutre
permanentemente a cada uno de sus miembros con las proyecciones reales o
imaginarias del mundo que hay alrededor de uno mismo. En los guetos de la
inteligencia y de las teorías idealistas, se halla un montículo de intolerantes
y racistas inconscientes.
Observar el horizonte para aprehender, con consecuencia e inteligencia, la diversidad necesaria entre los seres
humanos. Las rutas y caminos no son mas que el inicio del desafío. No son
suficientes, y nunca lo serán. Afrontar y gestionar la diversidad exige salir
de la belleza de esas ideas, teóricas e idealistas, y reflejarlas en la vida
real; consiste en liberarse del gueto de la inteligencia noble y segura para
penetrar en el universo de las emociones crudas, tenaces, a veces descabelladas
y peligrosas; consiste en pasar del orden controlado del espíritu a las tensiones
y desórdenes caóticos del corazón y de las entrañas, de las “tripas” por utilizar
un lenguaje más común y por tanto más expresivo. Existir y reencontrarse con el
otro, con sus diferencias en el color de la piel, sus modales, vestimenta,
credos, costumbres, hábitos, su psicología
y lógica intelectual… nos remite a nosotros mismos, a nuestros
horizontes interiores, a nuestras intimidades. Nuestra mente no lo puede
controlar todo: nuestras certidumbres y hábitos pueden verse sacudidos, pero
nuestras emociones reaccionan y también se expresan. Más allá de las salas de
conferencias, pueden fácilmente tomar posesión de nosotros. El “otro”, todos
“los otros” y todas sus diferencias visibles y/o supuestas son la revelación de
dimensiones más luminosas que las sombras de nuestra humanidad. Si “los otros”
parecen confiados y serenos, mientras que nosotros no estamos seguros de
nuestras verdades, perturban nuestro espacio vital con su visibilidad o alteran
nuestros hábitos con su presencia y nos parece que roban el poco trabajo que
haya. Cuando su riqueza nos recuerda nuestras dificultades, incluso nuestra
pobreza, despiertan en nosotros emociones que para los seres humanos equivalen
al instinto de supervivencia en los animales. La reacción apenas es
controlable: todos los buenos discursos se los lleva el viento. Nos despedimos
de nuestra humanidad más cruda para lidiar con las emociones, las disposiciones
del corazón y con nuestras “tripas” puesto que colonizan nuestro espíritu inundándolo
de miedo, suspicacia, y prejuicioso revhazo. El racismo puramente intelectual es minoritario, a menudo marginal. Lo
que alimenta el rechazo de los demás –consiente o inconscientemente- es siempre
una mezcla de duda, temor, inseguridad, hábitos desgobernados añadidos a esos informes
enriquecidos de números, datos reales o fantaseados: los problemas cotidianos, la
inmigración, el paro, la pobreza, la sensación de estar privados, invadidos,
etc. Están en el corazón de la humanidad y de la vida. Podemos despreciar y
condenar el dogmatismo y racismo en las salas de reuniones y
diálogos universitarios, pero sería injusto no hacer una evaluación precisa de nuestros
temores y dudas -a menudo muy instintivos- que, en realidad, producen los
peores rechazos del otro. Esto no pretende minimizar o justificar el racismo,
la intolerancia y la xenofobia, sino comprender de dónde emergen, cómo toman
cuerpo y cómo, por último pueden estar alimentados e instrumentalizados. La
fuerza de los discursos populistas de rechazo tiene exactamente esta capacidad
de revelar y atender las emociones más brutas, los miedos, las “tripas” y de dotarlas
de razones y explicaciones simplificadas. Y los discursos idealistas y teóricos
deberían reconciliarse con la vida y dejar de despreciar las dimensiones
realistas de lo humano.
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