lunes, 23 de marzo de 2015

La alternativa cultural: ¿cuál es la cultura de los musulmanes occidentales?

El Islam no es una cultura, sino que su escencia es religiosa. Nuestro “camino hacia la fidelidad” integra todo el saber, las artes y las destrezas para el bienestar de los hombres que la humanidad ha sido capaz de producir. Este es el principio de integración que les ha hecho posible a los musulmanes vivir en entornos culturales muy variados sintiéndose en casa. Este principio proporciona la cualidad particular que hace posible distinguir entre la “religión” islámica y la “civilización” islámica: se considera al Islam como civilización cuando se atiende a su singular habilidad para expresar sus fundamentos universales a través de la historia y de la geografía, e integrando la diversidad mediante la asimilación de las costumbres, los gustos, y los estilos que pertenecen a esos contextos culturales.

Atendiendo a todo esto, vamos a formular unas preguntas que creemos pertinentes para reflexionar ¿quiere decir lo mismo “musulmanes en occidente” y “musulmanes occidentales”? ¿Son simplemente dos formas distintas de decir lo mismo o suponen, más bien, dos realidades distintas?

Apreciamos que el adjetivo musulmán se le está aplicando a cosas muy heterogéneas y a tradiciones culturales arraigadas en las sociedades musulmanas y en los colectivos de la misma naturaleza en occidente. Hecho que ha llegado hasta los límites de empezar a difuminar las líneas que separan religión de cultura y los propios musulmanes encuentran muy fácil justificar cualquier comportamiento (cultural, adquirido o personal) con la pertenencia a la religión. Así, encontramos nombres islámicostiendas islámicas, comidas islámicas… y un sin fin de manifestaciones donde no sabemos si prima más la pertenencia a una religión o la representación de esa pertenencia mediante símbolos exclusivamente culturales.


¿Cuál es la cultura de los musulmanes occidentales?

Referirse al Islam es, ante todo, hacer referencia a un cuerpo de principios sobre los que se asientan el îmân, la espiritualidad, la práctica y la ética. Esta esencia deberá necesariamente revestirse de las formas de las diversas culturas en las que los musulmanes viven. Las mujeres y hombres musulmanes que emigraron de Pakistán, Argelia, Marruecos, Turquía o Guyana portaron consigo, como es natural, la forma de vida que seguían en esos países. Es más, permanecer fiel al Islam significó, en la mente de los inmigrantes de la primera generación, perpetuar las costumbres de sus países de origen. Intentaron, sin ser conscientes de ello, seguir siendo musulmanes paquistaníes en Gran Bretaña y en Estados Unidos, musulmanes marroquíes o argelinos en España y Francia, musulmanes turcos en Alemania, y así sucesivamente. Los problemas surgieron con la aparición de las segundas y terceras generaciones que empezaron a plantear algunas preguntas: los padres que vieron a sus hijos perder, o dejar de reconocerse como parte de su cultura paquistaní, árabe o turca, pensaron que perdían su identidad religiosa al mismo tiempo. Sin embargo, eso dista mucho de ser lo que sucedía y sucede: pues muchos jóvenes musulmanes reivindican su lealtad total al Islam según van distanciándose de sus culturas de origen, y lo hacen gracias al estudio de su religión. Paralelamente, más y más retornados, que se encuentran entre la coyuntura de tener que elegir entre “hacerse” paquistaní o “hacerse” árabe en lugar de hacerse musulmán, empiezan poco a poco a ser conscientes de este error: ¡por tanto hay una diferencia clara entre el Islam y las culturas de origen de los musulmanes! Esta conciencia y el nacimiento de un nuevo entendimiento del Islam marcan el periodo de transición que experimentamos hoy en día, y es necesariamente difícil para los padres de la primera generación hacer frente a ello, llegando, en ocasiones, a ser imposible. Para las generaciones más jóvenes, y para los que vuelven, es un indicador de esperanza, el camino a la salvación que posee el potencial de dirigirles hacia la reconciliación de sus principios islámicos con la vida en occidente.

De hecho, lo que es cierto es que un nuevo entorno puede dar lugar a una relectura de las fuentes con el objetivo de recuperar un principio olvidado o de descubrir un horizonte hasta ahora desconocido. Esto es lo que ha sucedido con la presencia de los musulmanes en occidente. Lo que intentamos hacer es una relectura del cuerpo de referencia extraído de las fuentes escriturarias, tendiendo siempre en cuenta las realidades occidentales. De hecho, lo que estas últimas nos han forzado a hacer es, antes de nada, evaluar nuestro entorno y la forma en que nos referimos a él, pero, más que eso, definir también nuestra identidad islámica a través de su distinción de la cultura que la engloba en determinadas partes del mundo. Por lo tanto, los elementos que definen nuestra identidad, percibidos a la luz del principio islámico de la integración, se muestran muy abiertos al estar en interacción constante con la sociedad.

Los musulmanes, apoyándose en sus fuentes y sobre la base del entendimiento de sus textos, deben llevar a cabo un entendimiento del contexto occidental que les posibilitará hacer lo que los musulmanes han hecho a lo largo de la historia: integrar cualquier cosa que haya en la cultura en la que viven que no contradiga lo que son y aquello en lo que creen. Por tanto, los fundamentos de su identidad islámica, universales y compartidos, les atraparán en una variedad de culturas, que no deben temer ni rechazar siempre que sigan siendo conscientes del cuerpo de principios al que deben guardar fidelidad. Su identidad se determina por factores completamente abiertos, dinámicos, interactivos y múltiples. Dependiendo del lugar de residencia, los musulmanes de origen inmigrante serán por cultura españoles, franceses, belgas, británicos, o americanos, y, junto a los retornados, cuyo rol aquí será crucial (porque tienen sus raíces en estas culturas), deben establecerse en la vida armoniosa de unos modales espirituales y éticos a través de una integración real en los asuntos más profundos de la vida. De manera más amplia, este proceso dará lugar al nacimiento de lo que se puede llamar la cultura islámica europea y americana, que respete tanto los principios universales y que se sustente en la historia, las tradiciones, los gustos y los estilos de los diversos países occidentales. Este ejercicio ya ha empezado, pero sigue siendo complejo y exige una conciencia que se alimente de los principios, una habilidad para analizar, una mente abierta, y un sentido crítico, así como creatividad. Los desafíos en este ámbito son muchos e importantes.

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lunes, 2 de marzo de 2015

Espiritualidad y emoción: el rezo de la mente

Como hemos indicado en publicaciones anteriores, la espiritualidad musulmana es exigente y toca, a través de sus enseñanzas, todas las dimensiones de la vida. Empieza en el mismo momento en el que somos conscientes de la responsabilidad humana ante Al·lâh y ante la humanidad, al hallar en nosotros esa “necesidad de Él” a la que ya nos hemos referido. La vuelta a uno mismo provoca aquel sentimiento de humildad que caracteriza al ser humano cuando está ante Él. Esta humildad debe extenderse amplia y profundamente a todas las áreas de la vida: tendrá que haber una lucha personal contra la autocomplacencia, el orgullo y ese deseo pretencioso que el humano tiene por tener éxito solo, utilizando todos los recursos que le sean necesarios para tal fin (a nivel social, profesional, político e intelectual). Y esta lucha tendrá que enfrentarse en cada etapa del trabajo del ser. Este verdadero trabajo espiritual va más allá del marco de la práctica ritual y religiosa o de los escasos momentos de contemplación; porque sus efectos deben ser visibles en todos los aspectos de la vida diaria: pues deberán notarse en la forma en que tratamos nuestros cuerpos, en la que administramos nuestras posesiones, en la que llevamos a cabo nuestras actividades profesionales, en la que vivimos con los demás y en la que interactuamos con la creación como un todo. Todo ello invita a aquellos que reflexionan sobre los signos y en quienes mora “la necesidad de Él”, a distanciarse del olvido y de la arrogancia. Los musulmanes devotos viven incómodos porque sienten una disyunción entre su práctica religiosa y espiritual y el estilo de vida pública y profesional al que se les arrastra. La discusión teórica sobre “el carácter holístico” del mensaje del Islam forcejea por reavivarse en la práctica: aquí es donde tiene lugar una ruptura, y la gente mantiene dos existencia casi paralelas: una en sus prácticas espirituales y la otra en una vida que, consideran, ha de ser más activa. La gente no sabe muy bien cómo hacer de su espiritualidad un ente dinámico y efectivo en las áreas de su vida diaria. Y la oposición de estos dos parece tajante. Pero podemos empezar a dar respuesta a esto encontrando objeciones a lo que acabamos de describir: la conciencia islámica debe construir una reciprocidad entre el estado del corazón y la naturaleza misma de nuestras acciones; y seguir, al mismo tiempo, estando habitados por “la necesidad de Él”, convencidos de la obligación de mantener la humildad en nuestros actos y dentro de la vida profesional y social. El enlace entre ellos (conciencia, corazón y acción) debe ser algo íntimo y muy personal y debe expresarse en la forma en que inspiramos, vivimos y entendemos nuestras acciones: ¿Lo vivimos mediante el recuerdo de Su presencia o por el olvido de esta?, ¿a la vista de Dios o solo a la de los seres humanos?, ¿para agradecerle o para impresionarles?, ¿para que te sea reconocido Su amor o para que ellos te reconozcan? Así es como se expresa la espiritualidad activa, y la división entre los espacios públicos y privados de las sociedades secularizadas no nos impide su ejercicio, por lo que nuestra espiritualidad es capaz de inspirar nuestra forma de estar y actuar bajo cualquier circunstancia.

Tendremos que añadir a este estado de recuerdo y humildad otra dimensión muy concreta de la enseñanza espiritual que requiere del establecimiento de un vínculo constante entre las exigencias de la conciencia y las elecciones que tenemos que tomar en nuestras vidas. Las tres preguntas fundamentales (¿cuál es mi intención con esta acción?, ¿cuáles son los límites que mi moral establece?, ¿cuáles van a ser las consecuencias de mi proceder?) cambiarán, no solo nuestra manera de ser, sino también la de existir. Nuestra espiritualidad debe ser inteligente y activa y hacer que estemos siempre atentos a los aspectos aparentemente “neutros” de la vida, ya que a veces pueden tener consecuencias éticas muy serias. Pues cuestiona nuestro enfoque con el consumo: la procedencia de los alimentos, la forma de su producción, la observación de los aspectos comerciales, la forma en que se trata y sacrifica a los animales y las implicaciones económicas y sociales de nuestro consumo. Debemos ser cada vez más conscientes de todas estas cuestiones: la forma en que les demos respuesta transformará la energía espiritual, acallada demasiado a menudo en los rituales y encerrada en una espiritualidad que se ha convertido en algo mecánico; para transformarla en una espiritualidad activa, inteligente, responsable, que irradie a quienes nos rodean. Si el mensaje del Islam tiene de verdad un carácter englobador, su mensaje espiritual debe extenderse hasta alcanzar el horizonte donde el sentimiento humano y las exigencias éticas se enlazan en la acción. Se debe aplicar lo mismo a nuestra labor profesional: plantear las tres preguntas no supone nunca considerar cualquier trabajo como “imparcial” a nivel ético, por muy científico y legítimo que parezca. Trabajar para multinacionales que saquean el planeta, en la industria armamentística que solo produce muerte o para los bancos que dan fuelle a un orden económico asesino, nos tiene que invitar a la reflexión, porque cuestiona nuestra fidelidad a los valores que guardamos. Y más allá de estas preguntas básicas, la forma en que la gente se ocupa de su trabajo, se identifica con él y lleva a cabo sus responsabilidades para cumplir con las reglas de la mejor forma posible; todo forma parte de un compromiso espiritual activo y consecuente con el que debería ligarse la conciencia de cada cual. Diremos lo mismo de la forma en que pasamos nuestro tiempo libre y disfrutamos de nuestro descanso. En occidente, y más que en cualquier otro sitio, el uso que hagamos del tiempo libre y del entretenimiento es un ejercicio espiritual que nos ayuda a mantenernos en armonía. Esta actividad holística y multidimensional está destinada a influir las relaciones que se establecen entre las personas. La práctica de esta espiritualidad debería hacerse visible en el corazón de nuestras sociedades. Fomentar la humildad en nuestro ser y mantener la conciencia ética despierta significa, como es natural, estar atento a las relaciones humanas, incluso en sus detalles más nimios. Esta vida, llevada con una intención constante de estar en diálogo con Dios y con nuestro ser, debería enseñarnos a escuchar y a mantener el diálogo con los otros. Algo que reformará, como es natural, las relaciones que vemos establecidas, demasiado a menudo, en las comunidades islámicas. Relaciones que se basan en los juicios y en el rechazo del Otro, en la rivalidad y en las luchas por el poder. Hay poca escucha, poco diálogo, poco silencio afectivo.

A nivel más global, las barbaridades y atrocidades contra la humanidad, que se cometen en nombre del islam demuestran que la práctica y el ritualismo casi exagerado no son suficientes. Resultando contraproducentes ya que conllevan en muchos casos la autocomplacencia de un ser que no se trabaja a través de la salât. Y que solo busca la pertenencia e identificación con un colectivo que identifican con "islámico." 

Es lo más parecido a regar un huerto en el desierto. La sola dedicación al rezo nada dice si no hay una comprensión del terreno sobre el que se efectúa. 

Las enseñanzas espirituales del Islam nos hacen abrirnos a la universalidad humana y, debido a su naturaleza, crean puentes para el encuentro con mujeres y hombres de otras confesiones, incluso con los humanistas, agnósticos y ateos que se preocupan por los valores humanos, éticos y por el respeto del universo. No cabe duda de que muchas personas, aun sin ser musulmanas, se reconocerán en las líneas que preceden, y debemos entablar diálogo y compartir acciones en base a estas consideraciones. Cuando se alcanzan estas dimensiones, el encuentro es posible y fructífero, y nuestras sociedades nos demuestran a diario que es esencial el que participemos en conjunto. 

Hemos intentado aquí, lejos de las modas y de las tentaciones de reclusión, describir las exigentes características de la espiritualidad islámica, que irradia desde el eje del Tawhîd y llama a los seres humanos a que, además de sus prácticas religiosas y de su meditación, permitan la percepción de Su Presencia y de Sus preceptos morales para que brillen en todas las áreas de nuestra vida. Esta espiritualidad, que hemos definido como responsable, activa e inteligente, inspira conciencia en el mismo centro de la vida y de la sociedad y se presenta, ella misma, como un misticismo diario, un sufismo aplicado, que lleva a los individuos a aprender a manejar el rumbo y el contenido de sus actos, en vez de dejar que otros actúen sobre ellos. Tanto la humildad, que alimenta el corazón, como la ética, que dirige el espíritu, posibilitan a la mente abrirse a otro orden, una especie de rezo continuo, en el que, siendo consciente de sus limitaciones, sirve al bien como le sea posible: el rezo de la mente.

Muchos hombres y mujeres dejan en nuestros días las asociaciones islámicas porque llegan a un punto donde sienten que les falta algo, que hay una latente falta de espiritualidad. Esto es lo que sucede con frecuencia, y es algo que cambiará con un esfuerzo constante y renovado en la aplicación de las enseñanzas a las que nos acabamos de referir. No se tratará siempre de decidir si recorrer este camino en soledad, ¡más aún cuando muchos presentan sus humildes retiros con tanto orgullo y arrogancia! Por el contrario, la espiritualidad islámica nos instruye en la fragilidad, en el esfuerzo, en el servicio: pues estar con Al·lâh es reconocer nuestras limitaciones, conocerlas, y servir a las personas, entre las personas.

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domingo, 22 de febrero de 2015

Espiritualidad y emoción: autoliberación

Al·lâh, en Su Unicidad (tawhîd al-rubûbiyya), ha depositado en el corazón de cada ser humano un deseo original (fitra) por la búsqueda del Trascendental. La espiritualidad islámica es el trabajo que la conciencia del creyente realiza sobre sí misma tanto para liberarse de las formas de culto que no inciden en Él, como para encontrar el camino hacia este aliento original y hacia Su pureza. Este camino hacia el Uno (tawhîd al-ulûhiyya) es arduo y exigente, porque la naturaleza humana tiende siempre a estar atraída por las contingentes realidades del mundo. Atrapado entre el anhelo del Más Alto y las atracciones del mundo, la primera experiencia de conciencia del caminante es la de encarar un conflicto interno. La elección que tenemos es entre liberarnos a nosotros mismos o perdernos ahogándonos entre las vicisitudes de la vida. La Revelación nos dice: ¡(7) ¡Considera al ser del hombre, y cómo está formado con arreglo a su función, (8) y cómo está imbuido de flaquezas morales y también de conciencia de Dios! (9) Dichoso será, en verdad, quien purifique este [ser], (10) y realmente perdido estará quien lo cubra [de oscuridad]. (Corán 91: 7-10). La conciencia es libre y debe tomar una decisión: aunque la apariencia del îmân nos resulte atractiva de forma natural “… Pero Dios os ha hecho amar al-îmân y lo ha hecho grato a vuestros corazones, y os ha hecho detestable el rechazo de la verdad, la iniquidad y toda rebelión [contra lo que es bueno]... (Corán: 49:7); esa misma naturaleza puede llevarnos hacia el mal: “…es cierto que el alma ordena insistentemente el mal…” (Corán: 12/53), y el mundo nos llama para que sigamos este mismo camino “A los hombres se les ha embellecido el amor por todo lo deseable: las mujeres, los hijos, la acumulación de caudales de oro y plata, los caballos de raza, los animales de rebaño y las tierras de labor.” (Corán: 3/14) Atrapada entre estas dos corrientes, la conciencia, utilizando la expresión de Baudelaire, debe tomar una decisión y actuar. La necesidad de un esfuerzo constante debe imprimirse en la conciencia del viajero, y lo debe hacer con ese primer y profundo "darse cuenta" de este conflicto. Volver a Dios, elegir el bien, revertir la vida de uno para que encare la luz, es un ÿihâd real en el sentido más absoluto de la palabra: el esfuerzo que tiene como objetivo superar el conflicto interno para llevar al ser hacia la paz y la seguridad del îmân.

La cercanía al Más Alto y la liberación de todo tipo de idolatrías (tanto las materiales como las inmateriales) no se pueden confundir con el efecto que transmiten las emociones “espiritualizantes,” los exilios desordenados donde uno puede vivir algo “a veces durante unas pocas horas,” o los retiros que tienen como objetivo “intentar orientarse”. Esto no tiene nada que ver con esa cercanía. Los requerimientos diarios de la práctica del musulmán nos proporcionan la dirección y los primeros pasos hacia el camino de esta libertad. La conciencia de la presencia y de la proximidad del Muy Cercano nos mueve hacia el centro, hacia el corazón de nuestras sociedades. Descubrimos, al meditar sobre los cinco pilares del Islam, que son muy exigentes y que operan a diferentes niveles: sobre la memoria (para quienes tienen tendencia al olvido); sobre el manejo del tiempo (a través de los ritmos diarios de la oración y las diferentes prácticas que se llevan a cabo a lo largo del año); en el aspecto individual y comunal de estar ante Dios; y en la división de los esfuerzos entre los variados elementos que constituyen al ser humano (corazón, espíritu, cuerpo, dependencias, miedos...). “El carácter englobador del mensaje del Islam” ya está grabado en este nivel elemental de práctica: estar con Dios es regresar a uno mismo, es saber administrar el tiempo, saber ser y estar, desarrollar una preocupación por los demás y saber cómo relativizar los apegos a los aspectos socioculturales de la vida cuando suponen un estorbo para nuestra fidelidad.

La falta de espiritualidad y de equilibrio interior que puede sentirse tanto en Occidente como en Oriente, es, según estas enseñanzas, totalmente natural si vivimos lejos del destello original, si nos situamos en los márgenes de nuestro ser, y, sobre todo, si no conservamos una práctica diaria y holística para nuestra fidelidad a la fuente. Todos los principios se concentran para dirigir a los seres humanos e impulsarles haciendo que se engranen, de manera concreta y regular, en la práctica de esta profunda espiritualidad que es, a la vez, responsable y activa. Esta es la forma más segura de liberarse de los apegos; sin embargo, siempre queda la posibilidad de seguir estando presos adorando los ídolos de los tiempos antiguos y vigentes: el dinero, el sexo, el consumo, las apariencias, el estatus social, el poder... No puede haber una libertad que merezca la pena sin un esfuerzo claro y constante. 

Pero esto no es todo. Los ritmos de vida que llevamos y la multitud de oportunidades de división pueden desestabilizar incluso la determinación más fuerte. La práctica puede convertirse en una actividad ritual, algo exánime y sin espiritualidad. La memoria repite las invocaciones y los rezos, los labios pronuncian las palabras, el cuerpo viaja a través de los movimientos, la mano da, pero el alma está ausente. Este ritual no es suficiente: la vida debe liberarse. La revelación nos dice que debemos convertir nuestra existencia en un cuidado constante, una lectura continua de las señales del Creador. La práctica natural de una espiritualidad activa llega a través de la observación del universo y de la contemplación profunda de sus signos. “El sol y la luna discurren por dos órbitas precisas. Y el astro y el árbol se postran.” (Corán: 55/5). El mundo le habla tanto a la mente (a través de unos patrones calculados) como al corazón, a quien revela sus secretos (mediante la postración de los elementos). Malik Badri tiene razón al apuntar que este ejercicio de contemplación hace la labor de terapia, siempre y cuando se realice en el recuerdo de Dios. De igual manera, leer la Revelación y meditar sobre ella son formas naturales de despertar la conciencia y de infundirle una energía espiritual perpetua. Por lo que debemos desarrollar una forma de leer el mundo que mantenga el hálito vivo en nosotros: después, este ejercicio atraviesa el corazón de la existencia, llegando a nuestra vida diaria. Podríamos decir que tenemos que acostumbrarnos a lo inusual y excepcional, a ese límite que nos transporte del hábito al verdadero rezo (min al-`âda ila al-`ibâda).

Por ello, en el momento mágico de la puesta de sol, el recuerdo de este signo: “Es cierto que en la creación de los cielos y la tierra y en la sucesión del día y la noche, hay signos para los que saben reconocer la esencia de las cosas.” (Corán 3:190), hizo que el Profeta Muhammad, sucumbido en su hábito, llorara toda la noche.

Lo más profundo del mensaje del Islam declara que una espiritualidad viva emerge del deseo de llevar a cabo el esfuerzo necesario para volver a lo que es esencial, a contemplar el mundo y a coger la ruta hacia la profundidad del ser de cada uno. En la práctica diaria, además del “Libro,” el Creador les ha dado a los seres humanos un modelo en la vida del Profeta. “Su carácter era el Corán,” decía su esposa Aisha y era “como un Corán que caminaba sobre la tierra.” Era la realización concreta de las enseñanzas, y su tradición nos convoca a amarle y a vivir cerca de su memoria, de su vida, de sus acciones y de sus silencios. El Islam nos llama a contemplar una manera determinada de estar en el mundo, de observarlo, de ser conscientes de nuestra memoria, de nuestro tiempo, de nuestro cuerpo, de nuestros comportamientos y acciones, intentando, como nos sea posible, vivir con Dios “como si Le viéramos” y con el profeta como si estuviésemos en su compañía.


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Espiritualidad y emoción: Necesidades y modas

lunes, 16 de febrero de 2015

Espiritualidad y emoción: Necesidades y modas

En la mayoría de los países occidentales la gente no quiere hablar de “religión” (excepto en los momentos difíciles o excepcionales de la vida): esta palabra ha desarrollado connotaciones de obligatoriedad y, en muchas ocasiones, de tradición anticuada. Mucha gente declara no pertenecer a ninguna religión, incluso cuando creen “en algo”. Pero el vocablo de moda es “espiritualidad”, una palabra que ha acabado haciendo referencia a un número incontable de realidades muy diversas, que van desde la relación que se establece con Dios hasta el sentido que uno le puede dar a la vida o a “las cosas”, incluyendo el retiro del mundo, la búsqueda de la paz interior, la superación de las trampas que nos pone esta sociedad consumista, o incluso el buceo voluntario y deliberado en el mundo de las emociones. Los orígenes judeocristianos, sobre los que se asienta la cultura occidental, se han desvanecido en la idea de que la espiritualidad cubre hoy casi todo lo que pensamos que puede “dar un soplo de vida” o “dar sentido” a nuestra existencia.

En la confusión de un mundo de referencias como estas, nuestra conciencia debe hacer un esfuerzo para definir por sí sola su propia espiritualidad, sus cualidades específicas, sus exigencias y sus instrumentos, sin otorgarse con ello el derecho de juzgar a los demás; evitando sucumbirse a las modas, confundir las categorías de la experiencia y conformarse con la espiritualidad superficial de algunos discursos. Debemos llevar a cabo un verdadero “trabajo interior”, conscientes de que si perdemos la fuente, acabaremos, inevitablemente, perdiendo el camino. Esta serie de artículos (Espiritualidad y emoción) será nuestro reconocimiento de la importancia de esta labor personal. Aquí es donde empieza todo, pero también es donde todo se puede acabar.

Las modas y las necesidades

Nuestra sociedad consumista nos ofrece una casa, comida, confort, y tiempo libre. Y todos sabemos lo importantes que se hacen estas ofrendas cuando se quiere llevar una vida digna y equilibrada. Nuestro enfoque no trata de rechazar los regalos de las sociedades industrializadas sino de saber cómo administrarlos para que no den lugar a aquel sentimiento de inquietud, falta de paz o armonía o, sencillamente, de falta de felicidad. La sensación de “necesidad” en esta situación es, sin duda, el sentimiento que más se comparte. Tiene varias causas, pero parece que se puede resumir en la doble realidad de necesidad de tiempo y necesidad de diálogo. Los ritmos de vida han alcanzado una situación tal que tenemos la sensación de estar padeciendo un ahogo constante. Se nos asfixia, arrastra y se termina exterminando en nosotros la fuente de energía vital silenciándonos en un mundo en el que, simplemente, funcionamos. El hábito y la rutina refuerzan en nosotros ese sentimiento de malestar a diario, se trata de un sentimiento que puede tomar distintas tonalidades pero suele coincidir con los momentos en los que parece que nos falta emoción, afecto, amor, intimidad y de forma más general, humanidad. ¿Con quién hablamos realmente? ¿Quién es el que de verdad nos entiende? ¿Cuántas personas nos aman en realidad? ¿Quién puede responder a estas preguntas?

Las sociedades desarrolladas parece que sólo nos ofrecen dos opciones para superar este malestar: sumergirse en los sentimientos y emociones más intensos, que aunque no siempre sean reales o profundos sí que nos regalan la ilusión de que existimos; o bien entrar en una especie de exilio, que ya sea durante una hora o una vida, nos aleja del mundo para vivir a un nivel íntimo, en una introspección y meditación psicológica o mística, escuchando nuestra alma, nuestro ser y/o nuestros sentimientos. Aunque muchos se hayan convertido en expertos en la primera opción, la gente que habla de la “espiritualidad” como algo distinto de religión, suele tomar esta segunda. Consiste en distanciarse y retirase de la vida diaria y de sus ritmos vertiginosos, tomándose su tiempo y dando sentido a las cosas. La secularización de las sociedades ha dado lugar al aumento de este fenómeno, y la gente tiene una gran necesidad de permanecer encallada en los niveles más íntimos y privados, lejos del barullo de la vida pública.

Esta espiritualidad del retiro se percibe hoy en día como una necesidad y muchas veces toma la misma forma que tiene ese mismo “consumismo” tan mal considerado. Pues hay gente que practica formas de yoga muy exóticas sin haberlas estudiado o entendido, otros se involucran en variedades azucaradas de Budismo adaptadas a “su necesidad de descanso”, y otros optan por tipos de Sufismo poco exigentes que, en vez de ayudarles a encontrarse a sí mismos mediante el esfuerzo, les ayudan a escapar de sí mismos sin contemplar los obstáculos que esta opción conlleva para acceder a nuestro verdadero ser. Se sugieren algunas técnicas básicamente psicológicas, que pueden llegar a tratamientos psicoanalíticos, para ayudar a la gente a vivir más “hacia el interior”, a desarrollar “la inteligencia emocional”, o a "alcanzar el autocontrol". La vida espiritual se confunde a menudo con habilidades que permiten encontrar el equilibrio entre vivir fuera de las emociones y deseos personales y desarrollar los medios para controlarlos.

De hecho, estas prácticas se asocian (aunque esta asociación suele establecerse de forma muy superficial) con enseñanzas espirituales auténticas como lo pueden ser el Budismo. Enseñanzas que están construidas, por el contrario, sobre un trabajo disciplinado y riguroso, sobre el control de los deseos, y sobre la censura del “Yo”, que se convierte en el objeto de este proyecto espiritual. El misticismo islámico comparte la naturaleza exigente de ese trabajo profundo del “Yo” en el que se centran estas tradiciones del lejano oriente. Pero actualmente somos testigos de la difusión de un curioso entendimiento del Sufismo, cuya característica principal es sobre todo aquella que tiene que ver con la iniciativa individual y privada, pero que está falta, casi por completo, de métodos de iniciación estrictos para aproximarse y conocer al Trascendental (marifat Al·lâh). Se hace énfasis en el recuerdo de Al·lâh (dikr), en retirarse, en el abandono del mundo, y, sobre todo, en una práctica casi invisible y muy escasa. Más serio aún es ver que en la mente de algunos, seguir el Sufismo (“otro Islam”, un Islam que se considera “iluminado”) significa llevar a cabo menos prácticas y ritual, aunque la tradición exija a los que se inician (murids) ejercicios espirituales muy rigurosos. La primera opción reduce la práctica sin medidas, mientras que esta última no puede hacer mas que dejar de aumentarlas. Por lo que es realmente importante que “el viajero” sea consciente de la llamada a través de sus esfuerzos (ÿihâd al-nafs) y pruebas (ibtilâ).

En realidad, la espiritualidad musulmana no tiene nada en común con estas tendencias y modas, y tampoco se puede reducir a un simple ejercicio para controlar las emociones. Requiere conciencia, disciplina, y un esfuerzo constante (ÿihâd), porque es la expresión de la vuelta a uno mismo, que debería conllevar una liberación. Hoy en día, y desde las entrañas de la cultura occidental, este ejercicio se convierte en un examen.

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domingo, 11 de enero de 2015

Tolerancia activa

Observar los horizontes de la vida de uno y la infinitud de sus finalidades. Buscarle sentido, armonía y paz. Esta necesidad es personal pero la búsqueda universal. Partimos en nuestro caravasar a la par que nuestra conciencia, nuestras convicciones, nuestras preguntas, amores y esperanzas. También tenemos satisfacciones, placeres, lágrimas, sufrimiento y bastantes dudas acerca el sentido de la vida, de los signos, las ausencias y la muerte. Si empezásemos a mirar a nuestro alrededor, a observar a los individuos y las sociedades, a estudiar las filosofías y las religiones, comprenderíamos que nuestra soledad es compartida. Que se trata de una soledad plural. Nuestra singularidad nos habría de servir entonces de recuerdo puesto que los caminos son múltiples y las voces infinitas. Tras lo que, los tiempos se terminarían aunando justo en el nuestro, en las poblaciones, calles, muy cerca de nosotros: esta solitaria humanidad se distingue por su diversidad y diferencias. Y no tenemos elección, al fin y al cabo.

¿Nos permite esta disposición intelectual acceder a la aceptación de lo real y de su diversidad? ¿Nos es suficiente con observarla sabiendo que nuestras búsquedas y necesidades son las mismas? ¿Nos tenemos que formar con nuestras diferencias para poder, de forma eficaz,  reconocer nuestras similitudes y gestionar nuestras diferencias de forma positiva? En una mesa o escritorio, delante de un café o una comida en los debates universitarios, en nuestros salones, comedores o conferencias y convenciones… Se da la bienvenida a la grandeza de las almas de los seres humanos cuando su vida cotidiana o riquezas no conllevan la marginación de uno. Pero esta postura nada nos dice acerca de esta ni resuelve las dificultades de la diversidad. Elaborar filosofías magnánimas y bellas para la tolerancia y el pluralismo cuando nuestras formas de vida nos terminan enfermando dentro de un universo cerrado a amigos que no nos sirven de recuerdo, es una declaración de generosidad y de buenas intenciones demasiado virtual. Es el equivalente a hacer alarde de antirracismo intelectualmente, cuando en la vida diaria no nos cruzamos, o lo hacemos demasiado poco, con negros, árabes o asiáticos (o a la inversa: con blancos cuando se es negro, árabe o asiático). Condenar el antisemitismo o la islamofobia, de forma intencionada o no, manteniéndose a cierta distancia de los judíos y musulmanes será ciertamente respetable, pero no descubre nada de las disposiciones personales del ser humano, que teoriza de esta manera. El gueto tiene sus características y sus consecuencias: físicas, sociales, intelectuales o mentales, y nutre permanentemente a cada uno de sus miembros con las proyecciones reales o imaginarias del mundo que hay alrededor de uno mismo. En los guetos de la inteligencia y de las teorías idealistas, se halla un montículo de intolerantes y racistas inconscientes.


Observar el horizonte para aprehender, con consecuencia e inteligencia, la diversidad necesaria entre los seres humanos. Las rutas y caminos no son mas que el inicio del desafío. No son suficientes, y nunca lo serán. Afrontar y gestionar la diversidad exige salir de la belleza de esas ideas, teóricas e idealistas, y reflejarlas en la vida real; consiste en liberarse del gueto de la inteligencia noble y segura para penetrar en el universo de las emociones crudas, tenaces, a veces descabelladas y peligrosas; consiste en pasar del orden controlado del espíritu a las tensiones y desórdenes caóticos del corazón y de las entrañas, de las “tripas” por utilizar un lenguaje más común y por tanto más expresivo. Existir y reencontrarse con el otro, con sus diferencias en el color de la piel, sus modales, vestimenta, credos, costumbres, hábitos, su psicología  y lógica intelectual… nos remite a nosotros mismos, a nuestros horizontes interiores, a nuestras intimidades. Nuestra mente no lo puede controlar todo: nuestras certidumbres y hábitos pueden verse sacudidos, pero nuestras emociones reaccionan y también se expresan. Más allá de las salas de conferencias, pueden fácilmente tomar posesión de nosotros. El “otro”, todos “los otros” y todas sus diferencias visibles y/o supuestas son la revelación de dimensiones más luminosas que las sombras de nuestra humanidad. Si “los otros” parecen confiados y serenos, mientras que nosotros no estamos seguros de nuestras verdades, perturban nuestro espacio vital con su visibilidad o alteran nuestros hábitos con su presencia y nos parece que roban el poco trabajo que haya. Cuando su riqueza nos recuerda nuestras dificultades, incluso nuestra pobreza, despiertan en nosotros emociones que para los seres humanos equivalen al instinto de supervivencia en los animales. La reacción apenas es controlable: todos los buenos discursos se los lleva el viento. Nos despedimos de nuestra humanidad más cruda para lidiar con las emociones, las disposiciones del corazón y con nuestras “tripas” puesto que colonizan nuestro espíritu inundándolo de  miedo, suspicacia, y prejuicioso revhazo. El racismo puramente intelectual es minoritario, a menudo marginal. Lo que alimenta el rechazo de los demás –consiente o inconscientemente- es siempre una mezcla de duda, temor, inseguridad, hábitos desgobernados añadidos a esos informes enriquecidos de números, datos reales o fantaseados: los problemas cotidianos, la inmigración, el paro, la pobreza, la sensación de estar privados, invadidos, etc. Están en el corazón de la humanidad y de la vida. Podemos despreciar y condenar el dogmatismo y racismo en las salas de reuniones y diálogos universitarios, pero sería injusto no hacer una evaluación precisa de nuestros temores y dudas -a menudo muy instintivos- que, en realidad, producen los peores rechazos del otro. Esto no pretende minimizar o justificar el racismo, la intolerancia y la xenofobia, sino comprender de dónde emergen, cómo toman cuerpo y cómo, por último pueden estar alimentados e instrumentalizados. La fuerza de los discursos populistas de rechazo tiene exactamente esta capacidad de revelar y atender las emociones más brutas, los miedos, las “tripas” y de dotarlas de razones y explicaciones simplificadas. Y los discursos idealistas y teóricos deberían reconciliarse con la vida y dejar de despreciar las dimensiones realistas de lo humano. 

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